La imagen que resumió un partido en el que no pasó nada de nada estuvo en el banquillo del Real Zaragoza. Un balón suelto había llegado por descuido a la frontal del área del Girona y a los pies de Marcelo Silva, que se vio obligado a patear hacia adelante, pero lo hizo con el suficiente tino y delicadeza como para mandar la pelota al graderío, provocando el alborozo de los espectadores y la risa floja de Samaras en la banda. El griego tuvo que taparse incluso la cara con la chaquetilla del chándal. El zaragocismo hacía gestos muy parecidos frente al televisor. La caída sin fin en la que anda el club en los últimos años obligaba a buscar como fuera un empate para no sufrir todavía más, pero no por eso fue menos sonrojante.

Ese golpeo de Silva fue la mejor ocasión de toda la tarde, seguida de un disparo muy lejano y muy desviado de Lanzarote unos minutos antes. El público le recriminó el lanzamiento, como se ofendía cada vez que alguno de los del césped pretendía avanzar un poco más allá de la línea de tres cuartos. Nadie reprochaba al otro que perdiera el tiempo, no se produjo ni una entrada de más. El fútbol fue lo de menos. La fiesta en la grada era el ascenso para el Girona, el objetivo para el Zaragoza era sellar de una vez la permanencia y en esta ocasión el fin justificó los medios para los protagonistas. Los 90 minutos no eran más que un trámite, una engorrosa obligación que había que pasar como fuera.

Otra muestra más, el primer córner fue para el Girona y llegó en el minuto 68 de partido por otro descuido, porque José Enrique envió un mal pase a Ratón que acabó en saque de esquina. Se acercaron dos jugadores del Girona con mucho pudor, como dos artificieros ante un artefacto sospechoso, y acabaron poniéndola en el balcón del área para que el Zaragoza la despejara sin problemas. Y así los 90 minutos. Mucho pase en el centro del campo pero sin atreverse siquiera a merodear el área rival.

No pasó nada de nada, así que el partido hay que resumirlo por lo que no pasó. No hubo llegadas al área, no hubo lanzamientos entre los tres palos, no hubo ocasiones de gol, ni una carrera por la banda, ni un desmarque, no hubo tensión, ni nervios, ni tarjetas amarillas. No hubo disimulo. Los dos tenían tanto miedo a la derrota antes de empezar, a quedarse otra vez a las puertas, a frustrarse una vez más por no lograr el objetivo, que optaron por un clamoroso empate en un partido inofensivo. El Girona celebró por fin el ascenso tras dos intentos frustrados y el Real Zaragoza puso fin a una triste temporada con un triste empate que le concede una triste salvación.

Y gracias a que la llegada de César Láinez al banquillo activó a un equipo que se despeñaba lenta e irremediablemente a la Segunda B. Así es este Real Zaragoza moderno, no solo incapaz de pelear por lo que debe, volver a Primera, sino resignado a aceptar un empate para salvar los muebles y evitar un fracaso mayúsculo. No hay duda de que el Zaragoza hizo lo que tenía que hacer, sumar el punto que le faltaba y lo hizo sin ningún disimulo. Lo mejor que puede decirse de esta temporada tan mediocre y decepcionante es que ya ha terminado. Que ya no habrá que aguantar otro partido, o lo que sea, como el de ayer.