Antes de posar para el fotógrafo, Khalida Popal (Kabul, 1987) pide una chaqueta para cubrirse los brazos. No es por el frío. La primera capitana de la selección femenina de fútbol de Afganistán lleva ocho años residiendo lejos de su país, de donde tuvo que huir cuando vio su vida amenazada, pero sigue siendo muy consciente de las repercusiones que cada uno de sus gestos puede tener para su imagen y, sobre todo, para su familia, que sigue viviendo en aquella república islámica. Popal, que pasó por Barcelona para participar en la presentación de un informe de Unicef y la Fundació Barça sobre el impacto del deporte en el desarrollo infantil, era solo una niña cuando eligió el balón como herramienta para construirse una identidad y como arma para combatir las injusticias del mundo. Y ha pagado un altísimo precio por ello. En su caso, la conocida máxima de Bill Shankly de que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte sino algo mucho más importante resulta literalmente cierta.

¿Cómo y por qué empezó a jugar a fútbol?

El fútbol es el deporte más importante en Afganistán, y allí todo el mundo juega. En la calle, en las escuelas… El fútbol es un deporte muy barato, solo necesitas una pelota, y por eso es tan popular. Yo empecé a jugar con mis hermanos cuando era una niña. Más adelante, en el colegio no teníamos actividades extraescolares, y yo quería pasar más tiempo con mis amigas. Mi madre me incitó a practicar algún deporte, y como el fútbol era el único que conocía, animé a otras chicas a jugar conmigo. Así es como empezó todo. Pronto fuimos suficientes para formar dos equipos y empezamos a organizar partidos. No nos planteábamos que eso pudiera resultar mal visto o tener consecuencias, solo queríamos disfrutar del juego y de la vida. ¡Éramos niñas!

Ese apoyo de su madre y de su familia debía de resultar algo muy inusual en el Kabul de la época.

En el contexto de Afganistán, mi familia es bastante inusual. Son gente ilustrada y abierta y yo he sido una privilegiada, aunque lo que veía en casa no encajaba con la mentalidad general del país. En mi familia se respetaba el derecho de cada uno a ser él mismo, a expresarse y a elegir con libertad. Mi madre veía el fútbol como un instrumento para darnos confianza y autoestima, algo especialmente necesario en un lugar como Afganistán, un país devastado por la guerra donde la mujer es sistématicamente menospreciada. Ella me ayudó a mí y a muchas otras chicas a pensar de un modo diferente y a tener un mayor control sobre nuestras vidas.

¿Dónde jugaban?

En el patio trasero de la escuela, que apenas era visible desde fuera porque había unos muros alrededor. Pero lo pasábamos tan bien que gritábamos y reíamos, y así es cómo se descubió que jugábamos a fútbol. Y cuando eso se supo fuera del colegio, las profesoras empezaron a ponernos trabas y a maltratarnos. A mí me pegaron y me insultaron delante de toda la clase por jugar a fútbol, y yo no entendía qué había hecho mal.

Y empezaron a recibir ataques.

Grupos de hombres de fuera de la escuela que no querían que jugáramos a fútbol empezaron a acosarnos. Se plantaban delante de nosotras y nos insultaban, nos llamaban “prostitutas” y nos decían que teníamos que estar en la cocina y buscar un marido.

A su edad, ¿entendían a qué se debía esa reacción?

Fuimos aprendiéndolo, claro. Cada vez que veíamos la reacción de los demás entendíamos que estábamos haciendo algo diferente y que eso les daba miedo. Y nos dimos cuenta de que cambiar la mentalidad de la gente es algo que requiere mucho tiempo y muchos sacrificios. Cuando nos empezaron a atacar, el fútbol dejó de ser algo simplemente divertido y se convirtió en algo más, una herramienta para dar poder a las mujeres en nuestro país. Éramos muy jóvenes y queríamos cambiar el mundo. Con amor y alegría, pero también con firmeza. Como un equipo unido que busca hacer historia.

Ese equipo hizo historia cuando se convirtió en la primera selección femenina de fútbol de la historia de Afganistán. Pero ni siquiera tenían un campo donde entrenar.

Cuando jugamos nuestro primer partido internacional en Pakistán y ganamos, los medios empezaron a hablar de nosotras. El presidente del país nos invitó para felicitarnos y nos preguntó si necesitábamos algo. Y le respondimos: “Un campo de fútbol”. Porque no teníamos. Éramos la selección nacional y entrenábamos en una cancha de tenis. Él accedió, pero nos ofreció un campo que estaba situado en una base militar que era objetivo de los terroristas. Prácticamente cada semana había una explosión o un tiroteo. Íbamos a entrenar, poníamos las porterías y los conos y de repente llegaban tres helicópteros para aterrizar en medio del campo y teníamos que salir corriendo y esperar horas y horas. Y aun así estábamos contentas de tener un sitio donde jugar a fútbol. No nos rendíamos. Ni las bombas ni las amenazas iban a poder detenernos. ¡Teníamos tanta determinación! Era algo hermoso de veras.

¿Cómo llegó a tener un cargo en la federación afgana de fútbol?

Yo era la capitana del equipo nacional, pero para mí eso no era suficiente. Quería hacer algo más. Y acabé siendo la presidenta del comité de fútbol femenino y la directora financiera de la federación afgana de fútbol. Ninguna mujer habia trabajado antes en ese organismo. El presidente de la federación me escogió porque todos los hombres que habían pasado antes por el puesto habían acabado resultando unos corruptos y pensó que una joven sin experiencia no tendría el valor de robar dinero.

¿Se encontró allí con un ambiente muy hostil?

Le explicaré algo que ilustra bien cómo eran las cosas. Como responsable del departamento financiero, yo tenía que entregar el salario a los empleados de la federación, y en el primer mes vi que algunos de ellos no venían a recoger el dinero y enviaban a otras personas a hacerlo. Y averigüé que era porque pensaban que recibir el sueldo de manos de una mujer atentaba contra su honor como hombres. Así que anuncié que todo aquel que quisiera cobrar debía aceptar que fuera yo quien les entregara el salario. Y algunos de ellos, que eran la única fuente de ingresos de sus familias, llegaron a estar cinco meses sin cobrar para no verse deshonrados. Eso le puede dar una idea de cuál era mi situación allí.

Esa posición le dio una mayor visibilidad pública, con el riesgo que eso conllevaba.

No solo a mí, sino a todo el equipo. Así que empezamos a usar esa plataforma para explicar que lo que estábamos haciendo era algo que iba más allá del fútbol, que tenía el propósito de cambiar mentalidades, de despertar la conciencia de otras mujeres. Todo eso no era aceptable para los hombres que gobernaban el fútbol, claro. Nos convertimos en una amenaza.

Y las cosas se pusieron feas…

En Afganistán, lo único que ha cambiado en los últimos años es la vestimenta de los hombres que tienen el poder. La mentalidad sigue siendo la misma. Se habla del talibán armado y con turbante, pero yo me he encontrado con los talibanes de traje y corbata, hombres poderosos que siguen estando en contra de las mujeres, de su desarrollo como personas, de sus derechos y de su libertad.

En el 2011 decidió abandonar su país y refugiarse en Dinamarca. ¿Por qué?

Había empezado a recibir amenazas de muerte muy serias. Se me presentaba como una mujer antirreligiosa, como un peligro para el islam y para las tradiciones de Afganistán. Muchas mujeres de mi país que han pasado por algo así han acabado muertas o desaparecidas. Yo tuve la suerte de poder escapar. Pero todavía echo de menos mi país y me entristece vivir lejos de él. Es una parte de mí y nadie me lo va a quitar. Sé que tarde o temprano volveré. Y si yo no puedo, mis hijos lo harán. Soy una mujer afgana y estoy orgullosa de ello.

¿Piensa alguna vez que el precio por jugar a fútbol ha sido demasiado alto? ¿Que tal vez no merecía la pena?

Cuando haces algo que consideras importante debes conocer el riesgo y estar dispuesto a asumirlo. Yo sabía lo que estaba en juego. Y tenía dos opciones: una era dejarlo estar y abrazar la vida convencional que se esperaba de mí, y la otra era arriesgarme a pagar un precio alto y ser la directora de mi propia vida. Elegí la segunda. Y no me arrepiento. Cuando hoy veo a las chicas que en Afganistán hay miles de chicas jugando a fútbol, y no solo en Kabul sino por todo el país, me siento muy orgullosa. Ese es el fruto de la semilla que nosotras plantamos.

En Dinamarca ha promovido la organización Girl Power, destinada a facilitar la integración de las mujeres refugiadas a través del deporte. ¿Qué puede aportar el fútbol a alguien que se encuentra en esa situación?

El fútbol ha sido siempre un puente entre comunidades. El fútbol trae paz, trae alegría. Es un lenguaje universal que habla de amor, de respeto y de tolerancia, dentro y fuera del campo. Yo le debo mi vida al fútbol. Me ha dado confianza, me ha dado un propósito y la fuerza para intentar conseguirlo. Gracias al fútbol hoy puedo decir lo que siento, hacer oír mi voz y oponerme a las cosas que no me gustan. Y eso es lo que me gustaría compartir con todas las mujeres.