Manolo Jiménez tiene personalidad, carácter y conocimientos como la mayoría de los entrenadores que alcanzan la élite. Algunos son más singulares o ruidosos que otros, pero, como todos ellos, está expuesto a los resultados, y en su caso los diez partidos consecutivos que lleva el Real Zaragoza sin ganar desmontan cualquier argumento para prolongar su continuidad.

Los tres clavos ardiendo a los que se agarran sus simpatizantes para creer aún en que el técnico puede revertir la situación, tienen sólidos fundamentos que se escurren de las manos por la combustión de un presente que desaconseja que primen las emociones. El principal argumento de su defensa se sostiene sobre su enorme protagonismo en la milagrosa permanencia de la temporada anterior, mientras que en un segundo plano no menos importante se eleva su figura como arquitecto de futuro y contrapunto salvador o amortiguador frente al martillo destructivo de Agapito Iglesias.

Este par de planteamientos contienen altas dosis de espejismo. La animadversión universal y justificada hacia el máximo accionista y máximo responsable de este Real Zaragoza reducido prácticamente a la nada, no debe confundir el sentido común de otra realidad: Jiménez ya no controla la nave como antes les ocurrió a Víctor Fernández, José Aurelio Gay y Javier Aguirre. Por otra parte, el crédito de la gloria es efímera en el fútbol, sobre todo en este club donde los honores se pagan restándole fuerzas al héroe popular.

El equipo, muy descompensado en su plantilla, pocas veces ha realizado partidos convincentes al cien por cien pese a completar una primera vuelta decorosa. Sus dos últimas actuaciones, en Getafe y contra el Granada, han descubierto por completo a un grupo descreído y sin brújula alguna y a un entrenador superado por las circunstancias y por una vehemencia desproporcionada para justificar el porqué de las cosas. Su proclama a favor de un mayor derroche testicular en los partidos como arma fundamental y el desatino como gestor de un grupo humano al decir que con Apoño se hubiera ganado al Granada, son síntomas claros del nerviosismo del capitán en mitad de la tormenta.

Jiménez siempre ha sido consciente de las graves limitaciones del vestuario y las ha recordado. No ha podido o no ha sabido solucionarlas ni en el mercado de verano ni en el de invierno. No es sencillo negociar con el intervencionismo de Agapito de por medio y con una economía que está por los suelos. No obstante, su insistencia en futbolistas de su agrado que no han dado la talla exigida ni en lo deportivo ni en lo personal, casos de Romaric y Apoño, su paso atrás en el 'caso Aranda', la tozudez en alinear a Paredes de forma antinatura y el incumplimiento de sus deseos de traer refuerzos y no fichajes en enero, acrecentan su responsabilidad en la crisis.

El manido cambio en el banquillo asoma tan lógico como inevitable. Es cierto que el relevo no asegura la permanencia y que la despedida de Jiménez dejaría un poso de tristeza porque no deja de ser un personaje aún muy querido por la afición. Los resultados y la dinámica, unidos a un calendario demoledor, demandan sin embargo su salida en busca de la chispa que encienda de nuevo los motores de un equipo mental y tácticamente decapitado. Quizás no sea mejor quien venga y desconozca muchas de las teclas de un grupo que ha amasado el técnico andaluz, pero será diferente. Y esa diferencia es la que necesita el Real Zaragoza para recuperar al menos la ilusión y el alto grado de competitividad que un día le inculcó Manolo Jiménez, con quien, por cierto, nunca ha existido un proyecto de futuro. Con Agapito, el futuro no es otra cosa que el regreso al pasado.