Va España de mal en peor. Dejándose en cada partido jirones del prestigio que había acumulado tras dos años de costosa reconstrucción. Va la selección camino de Moscú (allí le aguarda Rusia, la anfitriona), preguntándose qué demonios le ha pasado en este Mundial. Nada es lo que parece en España en una sacudida estructural que va mucho más allá del traumático cambio de seleccionador. Lopetegui, el «autor ideológico» de esta obra futbolística, según confesó Hierro, su improvisado sucesor, se lo mira atónito desde Madrid. Igual de atónito está el propio Hierro. «Este no es el camino», confesó en un necesario ejercicio de autocrítica a pesar de que España, en un final de película, terminó primera de grupo eligiendo la ruta más sencilla camino de la final.

Pero nada es sencillo en esta España desnaturalizada, que ha perdido inesperadamente las esencias que le hicieron alimentar las esperanzas. Es un equipo frágil. Insólitamente vulnerable. Parece mentira decir algo así de una selección que lleva dos años y 23 partidos sin perder (15 victorias y ocho empates). Los impactantes números no ocultan el declive de un equipo que pertenece a Lopetegui pese a ser dirigido por Hierro, al que no se le adivinan soluciones de emergencia por mucho que un Mundial guarde siempre sorpresas.

Los problemas

Va España de mal en peor porque las manos (y la mente) le tiemblan a De Gea, trasladando ese nerviosismo a una defensa indiscutible si se recitan sus nombres, pero cada vez más discutible por su pobre rendimiento. Está la selección hecha un flan, incapaz de gobernar los partidos como solía, transmitiendo una endeblez que agiganta a los rivales por pequeños que sean. Cristiano se dio un festín: tres tantos en 90 minutos (penalti, disparo insípido desde fuera del área que De Gea convirtió en gol y una soberbia falta final). Irán desnudó esa defensa de cristal en unos 20 minutos agobiantes para España tras el gol de rebote de Diego Costa y Marruecos, que tenía en Kaliningrado las maletas para volver a casa ya eliminada, metió el miedo en el cuerpo a la selección.

De mal en peor anda España porque la mayoría de los jugadores se miran a sí mismos y no se reconocen, lo que provoca alarmantes fallos. No son solo fallos individuales sino que se trata de fallos profundamente estructurales. ¿Qué hay, por ejemplo, de la presión? Uno de los rasgos que definía la personalidad de esta nueva España. Ni rastro. No hay presión ni tampoco se la espera, como si el equipo se hubiera fundido. Fundido física y anímicamente, como prueban las peores versiones de jugadores esenciales. Silva, la estrella de esta selección, no ha comparecido aún en Rusia. Es una de las luces de España. Pero, tres partidos después, sigue apagada. Tan inestable resulta todo que se duda, y con razón, hasta de Piqué y Ramos. Jamás se les había visto tan humanos. Tan superados en determinados momentos, consecuencia de que el equipo se hace tan largo que hay hasta siete u ocho jugadores por delante del balón, con rivales inundando el área de De Gea como Pedro por su casa.

Cada transición defensiva es un drama. Como verdadero drama es ver a España sin solidez alguna, agujereada, encajando cinco goles en dos partidos. Goles que abarcan todo el catálogo. A balón parado (falta, córner y penalti) y groseros errores (De Gea primero; la falta de entendimiento entre Iniesta y Ramos). No es solo problema de los cuatro de atrás. Pero es evidente que Carvajal también acusa la falta de ritmo tras estar casi un mes lesionado y Jordi Alba es el único que se acerca a su mejor versión, pero sin tampoco llegar. Esos cuatro sufren, y hacen llevarse las manos a la cabeza a Hierro con demasiada frecuencia, porque todo el equipo se desorganiza cuando pierde la pelota. Aún ha tenido suerte España de que el nueve, por muy discutido que sea, emboca casi todo lo que le llega. Sea Diego Costa, el titular, o sea Iago Aspas, un suplente intuitivo y certero. El domingo espera Rusia.