Si había alguna duda sobre la capacidad táctica de la República Checa, selección señalada por los escépticos de demasiado buena como para ser cierta en un partido serio, los jugadores de Karel Bruckner la despejaron con una soberbia demostración de que no hay ejercicio que exija mayor disciplina que el ballet. En la primera fase tuvieron que remontar siempre, y en las tres ocasiones lo hicieron propulsados por la certeza de que su forma de jugar al fútbol es la mejor y que carece de la inocencia que se le presupone a los equipos divertidos. Pasaron por encima de Letonia, Holanda y Alemania volando sobre sus zapatillas rojas, con diferentes planes, ninguno improvisado: por aplastamiento, por magia, por la frescura de sus reservas. Dinamarca dominó ayer con exceso y elegancia, pero su empuje se redujo en demasiadas ocasiones a la búsqueda por el centro de Tomasson. Por momentos dio la impresión de que la pelota estaba encantada con los chicos de Morten Olsen. Esa autoridad, sin embargo, le fue concedida para estrangular a sus extremos, Gronkjaer y Jorgensen, la puerta por la que los daneses entran sin llamar. Replegados como un escorpión bajo la alfombra, presionados pero no incómodos, los checos tiraron primero del tópico, un córner a la cabeza de Koller. Contuvieron el asedio con sudor, y después utilizaron el perfume, su combustible preferido, para aniquilar a su distinguido rival. El pase de Poborsky a Baros y la bella solución de éste para marcar merecen una reverencia. Estamos ante una máquina manejada por ángeles y soldados.