La muerte de Marco Pantani ha convulsionado el mundo del ciclismo, resucitando a la vez el fantasma del dopaje. El célebre escalador italiano, protagonista indiscutible de la década de los noventa, también conocida como los Felices Años EPO , ha dejado el ciclismo y la vida tras un proceso degenerativo, personal y deportivo, que mueve de manera seria a la reflexión.

Ciclista excepcional y tramposo como pocos, Pantani abandera, desde el sábado, un frente de caídos por la causa que muy a nuestro pesar es probable que veamos engordar en años sucesivos. El uso y abuso de algunas sustancias (muchas experimentales) en la alta competición, y en el ciclismo en particular, ha sido denunciado insistentemente en los últimos años sin respuesta correctora por parte de las autoridades deportivas, cómplices por omisión.

Eminentes doctores han señalado que los efectos perniciosos a largo plazo de la EPO y de los precursores o fabricantes artificiales de EPO no detectables, están aún por ver. Sin embargo, el consumo de EPO, lejos de detenerse tras el escándalo Festina (Tour-98), se ha sofisticado, como ha venido demostrando la policía francesa y la italiana (que no la española).

Al parecer, el primer efecto pernicioso ya está demostrado: una brutal merma de rendimiento deportivo en cuanto se prescinde de ella. La reconversión de un campeonísimo en ciclista del montón, vía control antidopaje, conlleva ciertas patologías, donde entraría la depresión y sus secuelas. La muerte de Pantani viene a confirmarnos una vez más que el peor enemigo del ciclismo sigue siendo el ciclismo, dentro de un proceso de autoliquidación imparable. ¿O acaso se ha hecho algo desde 1998...? Porque Pantani somos todos: él mismo, los que le incitaron y los que le vitoreamos.