Imagine la peor de sus pesadillas y nunca será más terrible que la que vivió ayer la República Checa y todos aquéllos que soñaban con verla cara a cara frente a Portugal en un promesa de fantasía deportiva. Seguro que hoy nos desayunaremos con algún entrenador que elevará la victoria de los griegos a la categoría de hazaña táctica después de una razonable explicación de que cada uno debe jugar con sus armas, que Grecia dio una lección de aprovechamiento de sus recursos para alcanzar la final. Bla, bla, bla. Ojalá no sean muchos los que simpaticen con esas teorías mezquinas que desprecian a los valientes aunque se equivoquen una noche y entronizan todo lo que suene a chatarra amontonada alrededor de un portero sin nombre. Los helenos desquiciaron a los checos, martirizaron al balón y atacaron la pierna del enemigo con el cuchillo del carnicero de corte grueso y vasto. Sólo uno de ellos podía marcar el gol obligado, y lo hizo el único que merece el calificativo de futbolista, Dellas. No consuela, pero ayuda que el pésame lo diera por lo menos un tipo decente.

La República Checa no supo ni pudo derrotar a su enemigo porque jamás entendió dónde se encontraba, qué demonios estaba pasando, cómo es posible que Collina, el árbitro, no suspendiera el choque por falta de combatividad. Porque en todo espectáculo, la lucha no consiste en resistir sin la menor dignidad a la espera de que al contrincante caiga en desgracia como mayor mérito propio, sino en buscar el triunfo inteligente a riesgo de perder. No hay honor en lo que hizo ayer Grecia. Ni honor ni nombre para definirlo: metió a los checos en un zulo y los sometió a tortura hasta que confesaron, en un error de marcaje, su debilidad por hacer feliz a la gente que aún cree que los buenos siempre ganan aunque mueran en el intento.