Hubo un aficionado que se giró hacia el palco al final del partido a gritar: "Pitarch, ¿dónde estás?". Decoró la frase con un insulto tradicional del fútbol zaragozano, pero nadie lo secundó, así que se dio media vuelta, se recolocó su vieja camiseta del Zaragoza y se fue escaleras abajo alicaído. Era el más triste en un ambiente de extraña normalidad pese a que acabase de suceder una derrota que descuartiza el proyecto, o lo que sea, del club para regresar en un año a Primera. Fue muy raro, de verdad, no ver crispación ni tristeza.

Si en algún momento se propusieron insensibilizar al zaragocista de bien, al que sufre y se cabrea, al que no come ni duerme cuando ocurre uno de estos desengaños, pueden estar bien satisfechos. Están a punto de conseguir que el ambiente en La Romareda sea más frío que el de una tarde de curling infantil en la gélida Suecia. Ayer, pues diez o doce mil personas habría. Muchos niños y poca chica en la grada. Debería preocuparle el asunto a alguien, no se sabe muy bien a quién, pero si la deserción fue el pasado verano costumbre popular, lo del próximo estío tiene ahora pinta de récord.

El aficionado en cuestión, el que maldijo en soledad tras el pitido final, no vio a García Pitarch. Mucho menos a Agapito, claro. El director general anda convaleciente de una intervención quirúrgica y el máximo accionista hace años que no se presenta en su estadio. Es por miedo, aunque justificase en su día que lo hacía por el bien del equipo. Por eso no será. Es difícil pensar que las cosas hubiesen podido ir aún peor desde aquel diciembre del 2011, cuando La Romareda se levantó para protestar contra el soriano y los jugadores por el alcorconazo. Entonces aún aparecía la indignación propia del dolor.

El propietario no ha estado donde la dignidad y el honor obligan en estos dos años y pico en que el Zaragoza no solo ha descendido a Segunda sino que se ha vulgarizado hasta el extremo. Se ha convertido en un equipo chabacano, tan malo, tan malo, que ya no irrita ni a sus seguidores, que han asumido lo que hay, lo que tienen que tragar. Cada día, es así, sufren menos. Cuestión de costumbre.

Ayer se percibió en el partido que se escapaba el último tren hacia Primera y a la gente, qué decir, le importó menos que nunca. Anda la afición anestesiada, con poco ánimo para combatir al infame poder de Agapito y sus incalculables agujeros, asqueada de tener que berrear un día sí y otro también. Para que le reprochen, además, su talante crítico y lo califiquen de público nefasto. Porque, oiga usted, estos son buenos chicos y si no lo hacen mejor es porque se les amedrenta. Ya, ya. Visto está.

En fin, que la gente pitó un poco, bien poquito, cuando Las Palmas se puso 0-2. Lo normal. Desde el 1-2 ya no hubo ruido. Se diría que la hinchada no sabe ni a quién dirigirse. "Basta de infamia", reza una pancarta ya clásica. Pero en cuestiones de honor no es fácil encontrar receptor. Importa poco, aquí cada uno va a lo suyo y el Zaragoza, camino de la muerte. A este paso se morirá en silencio. Y solo.