Nairo Quintana parece adulto, muy adulto, cuando se esfuerza sobre la bici, cuando trata de recuperar ese mágico toque que lo convirtió en uno de los grandes escaladores de esta década. Pero cuando llega a la meta y se abraza con los auxiliares del Movistar que se lanzan hacia él para protegerlo y felicitarlo por la gran victoria en el Portet, este pequeño escalador colombiano de 28 años parece más bien un niño, feliz porque ha hecho una maldad, una maldad enorme como escaparse a 15 kilómetros de la cima, capturar a los corredores que iban fugados desde el inicio de una etapa corta y explosiva, con el fiasco de una absurda parrilla de salida, con semáforo y todo, que en ciclismo no sirve para nada, y poco a poco convencerse de que tenía magia en el cuerpo. Y de este modo, convertirse en el ganador de la 17ª etapa, la primera que consigue el Movistar, una victoria que, en el capítulo personal, le llegó cinco años después de la lograda en Semnoz, en los Alpes, en el 2013.

No es fácil compaginar una doble jefatura entre Quintana y Mikel Landa, sobre todo cuando uno está brillante un día y cuando, por una razón u otra, Landa hasta ahora no ha demostrado ser el líder consistente para aspirar a algo súper brillante. Mermado por la caída en la etapa de los adoquines, el equipo no se ha atrevido a darle totalmente el papel de líder; entre otras cosas, porque el Movistar siempre ha esperado la reacción de Quintana. «Este día lo tenía preparado y marcado en rojo y me ha salido todo lo bien que esperaba. Hasta ahora no había tenido buenas sensaciones y por ello había tenido unas pérdidas de tiempo muy malas», explicó el colombiano.