Wayne Rooney ya ha golpeado en la Eurocopa. La joya del Everton marcó dos tantos a Suiza, el primero de ellos un regalo de Michael Owen desde el otro lado del Mersey, el río que separa Anfield Road, el hogar de la estrella del Liverpool, del Goodison Park, el estadio donde juega el fogoso punta de Inglaterra. En esa acción se manifestó una sociedad que puede hacer muy feliz a Eriksson, quien aparcó la tradicional potencia que representa Heskey, más acorde con la historia de los arietes británicos, para apostar por la velocidad y el descaro de los chicos de Liverpool, sobre todo por el de un mocoso con pinta de estibador que no se arruga pese a sus 18 años. Rooney venía para despegar en el torneo, pero en su breve currículum traía elogios de enorme grosor que lo comparan para bien con el díscolo y también prematuro Paul Gascoigne.

Hijo de un boxeador, Rooney lleva en los genes la pegada paternal, una mirada de chuleta portuario y un genio poco común para un muchacho de su edad. Con 16 años debutó ante el Arsenal en la Premier con un golazo desde 25 metros en el minuto 90 que supuso la victoria de los azules. Con 17, se estrenó con la selección frente a Australia en un amistoso. En este periodo explosivo y desenfrenado para este cachorro con apetito de león, la sensación de Inglaterra ha desenfundado el carácter de un veterano y un exceso de agresividad que le ha hecho habitual de las tarjetas y las refriegas sin balón. En el Everton intenta reconducir esa personalidad que ya dejó ver en el enfrentamiento ante Francia, cuando antes de quebrar las caderas de Silvestre en el penalti fallado por Beckham, se llevó al callejón de la pelea a Makelele y Vieira, dos tipos de cuidado. Les miró de frente, arrogante y con la pupila endurecida de quien está acostumbrado a pegarse por ganar. Da miedo cuando contrae el músculo y los puños y da gusto ver correr a este niño feroz con cara de pocos amigos. Mejor no domesticarlo. Que siga en estado salvaje.