Aapito Iglesias es un presunto chorizo para la Justicia, que investiga ya en primera persona la información de primera mano sobre su implicación en las irregularidades de Plaza, y un ladrón de tomo y lomo para la justicia popular, que tiene olfato fino en un país donde el embutido de cerdo ocupa sin cristalera casi todos los escaparates de la sociedad. El empresario, en su primera imputación, cargó el muerto del que le responsabilizaban sobre un cadáver, un ejecutivo fallecido que no podrá rebatirle. Con un propietario de esa catadura, es muy complicado que todo lo que ocurra en sus sociedades no tenga el sello de la sospecha. Desgraciadamente, una de esas posesiones es el Real Zaragoza, que destila cada día con más fuerza el perfume de la repugnancia, el aroma que van dejando tras de sí quienes le rodean, quienes le acompañan en el interés común del propio interés así se mueran el club y sus aficionados. Así se quede la historia como testigo solitario de un tiempo en el que el fútbol rodaba sobre la hierba de la inocencia y las leyendas. En la ciudad de la justicia, agoniza la institución.

A nadie, salvo al seguidor de toda la vida, le interesa lo más mínimo el Real Zaragoza. Cada temporada desde que Agapito se paseó con Aimar bajo el brazo en Soria, el perfil de sus más allegados se ha ido rebajando en categoría humana y profesional hasta alcanzar este punto nauseabundo. Si alguno tuviera un poco de decoro, cesaría en su cargo solo por participar lo menos posible en este genocidio. Pero no, ni hablar. Se pasan la basura unos a otros, enzarzados en batallas personales, reivindicando el cobro de la última gota de sangre que corre por las deterioradas venas económicas del club. Suele ocurrir que en la caída de los grandes imperios, un charcutero adquiera categoría de senador.

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ¿Hubieran soñado alguna vez Paco Herrera, Jesús García Pitarch, Moisés García León, Ignacio Soler, Paco Checa o Luis Carlos Cuartero tener un puesto de relevancia en otro Real Zaragoza que no fuera el de Agapito? Aquí se lo han ganado a pulso, aprovechando una coyuntura que favorece y premia la mediocridad, la sumisión y el egoísmo. Son una extensión de su amo, de un dueño sin escrúpulos para formar un organigrama a su imagen y semejanza.

La labor de Jesús García Pitarch ha sido presentada en sociedad como un mal necesario, una sesión de quimioterapia para intentar reducir gastos. No solo no ha frenado el tumor, sino que lo ha extendido a los despachos y al vestuario. Dividiendo no ha vencido y el equipo se descuelga del ascenso. El director general está haciendo un daño irreparable que se escapa a cualquier guión premeditado, a cualquier plan maquiavélico de catarsis. En la otra orilla, Paco Herrera le acompaña en el fracaso. Un entrenador que se deja ningunear y luego dice que es el más fuerte, que no renuncia a subir... Mientras la Justicia trabaja para demostrar si Agapito es o no un chorizo, en su despensa cuelga una buena sarta de presuntos carteristas. Echa para atrás el hedor de este perfume sin duda letal.