Después de visualizar la jugada sin respiro y ojo de halcón propio y ajeno, uno se queda como estaba. La amarilla, expulsión por ser la segunda, que vio Jaime por una presenta simulación de penalti, dejó al Real Zaragoza en inferioridad y favoreció el empate de un Mirandés que ni soñaba con ese resultado (Rico, Fernández y Whalley colaboran lo suyo en el tanto de Urko Vera). Después de repasar en frío ese momento cumbre que parecía pena máxima y el colegiado estimó como engaño del jugador zaragocista, las dudas no terminan de despejarse del todo. Seis piernas se entrecruzan en la carrera y la intención de derribarlo parece no existir. ¿Pero quién es el guapo que asegura al cien por cien que no hubo contacto alguno en ese laberinto de intenciones atacantes y defensivas? ¿Que el jugador cayó por la inercia o al sentir un leve toque en su pierna? Solo el señor González Fuertes, que estaba cerca del lugar de los hechos y lejos de saber conceder el beneficio de la duda.

Jaime no se escandaliza al ver la roja, sino más bien se lamenta como un crío al ser pillado por el tendero con un buen puñado de caramelos en el bolsillo sin pasar por caja. El futbolista ejecuta un vuelo histriónico, sobreactuado, una exageración gestual que irrita en especial a los árbitros. No es suficiente para castigarle con el despido fulminante del terreno teniendo en cuenta diversos aspectos que se dan en esa acción: un campo visual insuficiente aunque parezca lo contrario, una velocidad considerable y un defensa del Mirandés que amaga con meter la pierna para zanjar el asunto y que parece arrepentirse a última hora si es que lo hizo. Demasiados condicionantes como para optar por una sentencia tan grave en el fútbol, la de dejar a un equipo con un activo menos.

Con el embustero hay que aplicar la tolerancia cero porque daña al espectáculo y al rival. El piscinazo de Jaime Romero, sin embargo, suma una serie de factores suficientes como para dejarlo pasar por alto, como para sopesar si se trata más de una chiquillada que de una auténtico intento de estafa deportiva. Si se presentara el caso ante un jurado popular, posiblemente no se alcanzaría jamás la unanimidad en un sentido o en otro. El árbitro lo hizo en un segundo, ejecutando un triple mortal con tirabuzón para el Real Zaragoza. Su piscinazo es otro, el de la arrogancia inconsciente o el del desconocimiento de este deporte tan rico en variedades interpretativas en el que no todo es verdad o mentira.

González Fuertes vio cuento en la caída de Jaime, pero si se para hoy a repasar la jugada, seguro que le acudirá una brisa de inseguridad. De que si hubiera dejado correr el agua, no se habría equivocado. En la inmensidad de ese mar de dudas se ahogó la merecida victoria del Real Zaragoza.