Más que un partido, fue un combate. Una batalla, la de El Alcoraz, en la que Raúl Agné podía perder la guerra. Pero salió vencedor con todo merecimiento. La ganó en primera persona porque, esta vez sí, movió sus peones con mucho oficio, habilidad y puntualidad suiza, lo necesario para inclinar el campo en la última media hora de manera contundente y despojar al Huesca de cualquier argumento futbolístico. Y la ganó porque sus soldados fueron a la guerra por sí mismos y, directa o indirectamente, por él. A pesar de que son decisiones de más alto rango y que no les compete tomar, porque el orden jerárquico es el que es, los pesos pesados de la plantilla siempre se han manifestado en la misma dirección esta temporada, con un marcado corporativismo en defensa de la figura del entrenador. Sucedió con Luis Milla, al que no lograron salvar el pellejo, y está sucediendo ahora con Agné. A 32 minutos del final del encuentro, y el 1-0 en contra, los nubarrones que había sobre Huesca anunciaban una tormenta de grandes dimensiones en la capital de Aragón.

Sin embargo, salió el sol. Sobre un barrizal, con la pelota jugando su propio partido con los charcos del césped, el Real Zaragoza tejió algunos de los mejores minutos de fútbol de la temporada y, sobre todo, fue. Fue, fue y fue hasta que encontró la victoria a base de ímpetu, en un arrebato de furia, de carácter y de resistirse a perder. Comandados por Zapater, el capitán de la tropa aragonesa, cambió el destino, esquivó el temporal, una crisis deportiva profundísima y le salvó el trabajo a Agné. Y abrió una nueva ventana a la esperanza.