Un año después, estamos donde estábamos. No ha cambiado nada, o por ser más precisos, casi nada, porque Ullrich, según lo visto ayer, sí que ha modificado su estatus, pero a peor. El duelo entre el americano y el alemán se diluyó en el Tourmalet y ya no queda otra cosa que esperar un milagro para que esta carrera, que se desarrolla año tras año bajo un idéntico esquema, nos devuelva la ilusión.

Los diez primeros días nos hicieron concebir esperanzas sobre una posible regeneración en el panel de protagonistas, con el joven Voeckler al frente. Sin embargo otra vez tenemos a los de siempre, a Virenque alcanzando la gloria, más por perro que por sabio, y a Armstrong marcando su territorio desde el primer final en alto. No es que el americano lo tenga fácil. Es que los demás se lo dejan fácil. Si partimos de que es el máximo favorito, no es comprensible que se pretenda ganarle en el terreno donde no ha tenido rival en los últimos cinco años.

Este Tour tenía espacios para modelarlo sobre nuevas estrategias. Tenía pavés y pasaba el Macizo Central sobre asfalto licuado por el calor. Todo se obvió en aras de llegar al primer final en alto sin atacar al americano, no se fuera a molestar. Rubiera y Azevedo se bastaron ayer para controlarle la carrera en el Aspin y hasta mediado Tourmalet. Como ya ocurrió otras tardes de julio se limitó a remachar elegantemente la faena añadiendo esta vez un alarde de generosidad hacia Basso. No queda mucho margen para esperar un renovado y competido Tour.