Aquella inesperada derrota ante el Sevilla Atlético abría un horizonte desconocido. Existía cierta preocupación por ver cómo podía reaccionar el léon tras semejante desplome. El equipo estaba obligado a ponerse en pie de forma inmediata, y lo debía hacer en un escenario de alta complejidad como es el Reino de León, donde solo habían ganado tres equipos en Liga. Era una de esas citas inundadas por la exigencia, solo aptas para los equipos curtidos y repletos de nervio.

La piel de la competición cambia en este tramo final de Liga. Ya no queda casi tiempo, las urgencias provocan que los equipos hagan todo lo posible para no perder puntos. Son partidos que requieren de una personalidad distinta a lo visto hasta ahora. El Real Zaragoza debía saber reaccionar ante una Cultural que nota la fría mano del descenso en la nuca. Posiblemente uno de los equipos más peligrosos a los que enfrentarte a estas alturas. Era un día para palpar el cuajo del equipo. Para comprobar la solidez de este bloque al que le faltaba la luminosidad que Íñigo Eguaras impregna al juego. En León se examinó si el Zaragoza tenía la madurez necesaria para curar sus heridas.

La Cultural buscó ser un rival incómodo. Planteó desde el primer momento una presión alta que irritaba la salida del balón blanquilla. En esos momentos donde los locales trataban de meter la cabeza con su ímpetu se vio al Zaragoza más sosegado. Pausado y reflexivo con el balón; ordenado y disciplinado sin él. Era una fecha para no cometer errores, para no sucumbir ante las prisas ni las necesidades. El Real Zaragoza hizo el partido que tenía que hacer. Se basó en la popular teoría de la efectividad en las dos áreas, ese concepto que Natxo González tanto ha perseguido y que en tantas ocasiones ha lastrado las aspiraciones del conjunto zaragozano.

No fue un partido bello para el espectador, de esos denominados de forma coloquial a cara de perro. Con interrupciones, faltas, expulsados y constantes centros al corazón del área. Un partido rudo y lleno de fango. La Cultural tenía la posesión, pero su mimo al cuero no se tradujo en oportunidades manifiestas de gol. De hecho, Cristian Álvarez solo tuvo que esforzarse en una ocasión para repeler un disparo de Antonio. Apenas cinco tiros a puerta de la escuadra local y un buen puñado de aproximaciones peligrosas que no desembocaron en nada.

Un Borja letal

El conjunto zaragozano no solo supo defenderse, también demostró que necesita pocos argumentos para ser mortífero en ataque. Solo bastó un balón de Javi Ros teledirigido hacia Borja Iglesias. El gallego amansó el cuero, lo condujo y definió como un ariete diferencial, puesto que ha marcado en seis de los últimos siete triunfos. Con esta jugada repleta de efectividad el Zaragoza derramó un bidón de gasolina y lanzó una cerilla. El partido se incendió. El gol no iba a aportar calma, más bien lo contrario.

La Cultural se revolucionó, como no podía ser de otra manera, ya que se estaba jugando la vida. Los leoneses se volcaron en ataque, poniendo al Real Zaragoza ante una nueva fase del encuentro. Tocaba ver cómo se amoldarían los blanquillos para gestionar una renta favorable ante un equipo que habitúa a plantear partidos de alto voltaje en la segunda mitad. El Real Zaragoza supo controlar la furia ofensiva de la Cultural, que pudo hacer sangre con dos remates que Borja y Pombo salvaron de forma providencial cuando la pelota se colaba dentro. Estaban donde tenían que estar, salvando los muebles de la escuadra blanquiazul.

El Zaragoza salió triunfador en un partido feo. Tiró de ese pragmatismo que se exige en la recta final de competición. El equipo aragonés ganó como en tantas ocasiones hiciera Natxo en el Reus, con un práctico orden defensivo y rentabilizando las ocasiones a favor. La ciudad de León midió la fermentación de un club aragonés que lleva cuatro triunfos seguidos fuera de casa, algo que no se lograba desde el último ascenso con Marcelino. Un Zaragoza con argumentos para pelear por las plazas de privilegio.