La jornada de descanso del Tour, como la vivida este lunes en Nîmes, bajo las llamas de un horno a 40 grados de temperatura, sirve para ver las caras de los corredores y calibrar, como mínimo, el estado anímico. Véase, si no, la imagen de Julian Alaphilippe, el líder, hace una semana, en circunstancias similares durante el reposo de Albi. Salía de la conferencia de prensa e iba saludando amablemente y sonriendo a cuantas personas se encontraba a su paso, casi como si fuera el relaciones públicas de una sala de fiestas. Este lunes, en cambio, abandonaba el salón del hotel convertido en sala de prensa y buscaba rápido el refugio del ascensor, parándose lo justo para no rechazar un 'selfie' y no ser descortés con los aficionados que habían salvado el control de acceso a la recepción.

Cuántas cosas cambiaron el domingo durante la ascensió final al Prat d'Albis. Alaphilippe llegó al pie de la montaña, en Foix, como el general que encima de su caballo y con el sable del poder ordena y manda a sus legiones. En cambio, en la cima, batido, sobre todo por Pinot, pero también por Thomas y Bernal, ya no era ese general gallardo, sino el militar que acababa de entregar una batalla como testimonio de que también podía perder la guerra... el Tour.

"La presión es para Alaphilippe", afirma Thibaut Pinot (en la foto) / THIBAULT CAMUS (AP)

Thibaut Pinot, en el hotel vecino de Alaphilippe, lejos de la mirada profana de decenas de periodistas, bromeaba con uno de sus auxiliares mientras miraba su móvil, algún mensaje de un amigo o familiar, y sonreía con lo que leía. Fresco y tranquilo. Seguro de sí mismo. Él fue el que salió más victorioso de los Pirineos y el que debe seguir atacando en los Alpes, a partir del jueves y hasta el sábado, tres etapas y nada menos que seis puertos a mas de 2.000 metros, lo nunca visto. Pero con un dato que hasta ahora lo ha perseguido en su vida deportiva. Siempre ha tenido un día malo donde ha echado por la borda todo el trabajo bien hecho.

Por eso, a falta de seis etapas para que acabe la fiesta -o la guerra, según se mire- la pregunta está en el aire. ¿Quién ganará el Tour? "La presión es para Alaphilippe", repite Pinot y no le falta razón. Es el que más flojea de equipo y solo desea, porque le va el alma en ello, que Enric Mas se recupere de su crisis física y lo tenga a su lado. Es el único del Deceuninck que lo puede ayudar en las alturas.

Es también el Tour de los dos corredores que suben confiados, calladitos, sin hacer ruido, los más desconocidos para el público en general, sobre todo el español, pero que son magníficos escaladores y que están ahí, a verlas venir; un holandes (Steven Kruijkwijk) y un alemán (Emanuel Buchmann).

A partir de ahí, es donde aparece un Ineos sin el potencial de la época del ausente Froome y con la incógnita de ver la respuesta en los Alpes de un Thomas que también ha dado muestras de fragilidad en los Pirineos y con un Bernal, que a los 22 años y sin haber estado super-super en las montañas superadas, es toda una incógnita, sobre todo por su falta de experiencia a actuar como un líder sólido.

Y, sobre todo, surge la previsible actuación de un Movistar -"con un jefe único que es Landa", afirma Valverde- que sí o sí jugará al ataque, a destrozar el Tour, porque confía en el corredor alavés, con un equipo entregado a su imagen y semejanza y que espera redondear la faena con un Nairo Quintana vital y que sepa ahora ponerse el mono de trabajo.

De nuevo, habla Valverde. "Desde el sofá todo se ve más fácil. El único fallo que cometimos en el Tourmalet es que Nairo no nos dijo nada de cómo estaba; sino, ¿qué hacíamos tirando? Esperemos el factor Nairo y que podamos aprovecharlo. En el Pirineo espero que fuese porque no pudo. Podemos llegar a todo con Mikel y en estos Alpes muchos pueden perder una minutada". Palabra de un campeón del mundo, octavo del Tour, y nada menos que con 39 años. ¿Quién ganará el Tour? La respuesta, junto a los prados de los Alpes.