Víctor Muñoz es un estupendo entrenador, un técnico hecho a la medida del Real Zaragoza y terapia perfecta para una situación de extrema complejidad como la actual. Pero desgraciadamente no hace milagros. Víctor Muñoz ha mejorado el equipo en muy pocas semanas de trabajo. Lo ha hecho más competitivo, más agresivo, más ordenado y más responsable colectivamente. A paso de tortuga, pero lo ha situado otra vez en la senda de los puntos cuando lo recogió enfilado hacia la Segunda B. Después del partido del debut ante el Deportivo, su balance son dos empates fuera de casa y un triunfo en La Romareda, un ritmo magnífico para noviembre o diciembre, insuficiente ahora en abril cuando el terreno perdido exige llevar el acelerador pisado a fondo cada fin de semana para llegar donde parece una utopía llegar.

Víctor puede trasladarles a sus hombres una idea firme, no un plan distinto a cada rato como su antecesor. Puede entrenar a fondo como siempre ha hecho, rindiendo culto al trabajo y esperando que caigan los frutos de ese esfuerzo. Pero lo que Muñoz no podrá lograr jamás es que quien no sabe jugar bien al fútbol juegue bien al fútbol ni, por supuesto, enmendar los serios errores individuales de imposible subsanación que, una jornada sí y una no, especialmente en defensa y con mención honorífica para Rico y para Laguardia, acaban arruinando los resultados. Querrá, pero en ese empeño no dejará de ser un Quijote luchando contra molinos de viento gigantes e invencibles.