Nadie tuvo la mínima vergüenza, el más primario sentido del decoro ni la profesionalidad suficiente durante todo el encuentro frente al Nástic. El Real Zaragoza dilapidó su torneo más querido sin ofrecer resistencia. Entregó la Copa en el primer minuto, cuando Pinilla abrió el marcador, y se abandonó a un ignominioso desfile de desinterés, subyugado por la falta de competitividad y por la vagancia. Nadie puede hablar de tragedia, es otra cosa. La tragedia se reserva para asuntos de gravedad, no para la estupidez ni para el abandono de funciones. Lo de anoche en el Nou Estadi, donde Víctor puso a sus mejores hombres, tiene otro nombre o, mejor dicho, no lo tiene. Pasarán muchos días, los mismos que ocupa en el calendario la gloria de los campeones, para olvidar la imagen de unos futbolistas no ya carentes de calidad, sino de pudor. Se dirigieron al matadero con la misma rebeldía que las reses.

Saltó la sorpresa. No. Saltó por los aires, y costará tiempo recuperarla, la credibilidad en un grupo incapaz en todo momento de superar a un adversario en nada menor, en todo muy por encima de una sombra enterrada por deseo propio en la fosa común de la actitud. El Nástic, que reservó a algunos de sus jugadores más notables, no ganó detrás del perfil agresivo y voraz que utiliza el pequeño para intimidar al grande. Sus armas fueron otras muy distintas, más sutiles. Su comportamiento con la pelota, dentro de unas lógicas limitaciones, logró ser exquisito, a lo que añadió una implicación en la pelea que no halló respuesta. El Zaragoza, en cuanto avisaron que comenzaba el combate, se fue contra las cuerdas, se puso de rodillas y sólo le faltó suplicar piedad. La lluvia fue borrando sus débiles huellas, dejándole sin identidad. En el gol de Pinilla todos hicieron el Tancredo, permitiendo al veterano ariete empujar la pelota dentro sin oposición. Claro, no había nadie, si acaso Luis García, que evitó con sus paradas una humillación también en el marcador.

La deserción fue absoluta. Ni un valiente en el campo. Todo fueron avestruces de toque horizontal, de juego insustancial. En una ocasión un pase de Ponzio puso en apuros al Nástic, pero ni Villa ni Javi Moreno llegaron. Al final anotó Zapater, en el ocaso del ridículo. Menudo bagaje ofensivo, de prestaciones fuera de casa. Una vez más, el Zaragoza incumplió su contrato laboral en un desplazamiento, con la diferencia de que en este torneo ese desliz le supuso que le pusieran, con todo merecimiento, de patitas en la calle.

Los tópicos tampoco le salvan. Ni el cansancio, ni el árbitro, ni la mala suerte, ni las rotaciones, ni el resbaladizo estado del terreno de juego, ni que me duele la muela, míster. Doloroso, doloroso de verdad, fue ver al Zaragoza desintegrarse en todas las líneas, burlado en defensa y en el centro del campo y sin nada que decir arriba. El 1-0 no mantenía encendida esperanza alguna porque la esperanza es para quien la merece, pero en el fútbol esa breve distancia se puede recorrer aunque enfrente aparezca el desierto del Gobi. La justicia se personó de nuevo en el partido con el segundo gol de Fernando, en la enésima concesión defensiva del flan zaragocista. Algunos jugadores, vencidos por su pobreza, eligieron la huida cobarde. Milito fue el primero forzando la segunda tarjeta, y luego le siguió Alvaro.

Los centrales, que llevan la mayor parte de la temporada en Cancún, se permitieron el lujo de dejar a sus compañeros cuando les vino en gana, dando un portazo que les desacredita frente al club y a la afición. El campeón se tiró a la lona y se hizo el muerto. Sin ninguna vergüenza, su cadáver merece el olvido de quienes olvidan quiénes fueron un día de marzo contra el Real Madrid.