A este paso, los tatuadores de Zaragoza van a tener trabajo del bueno por insistencia. También los sacerdotes en los bautizos y los funcionarios en el registro civil. El nombre de Cristian se va a repetir por la piel y el corazón de la capital aragonesa en las próximas décadas. Un tipo normal, que se toma la vida viéndola pasar, va entrar en el salón de la fama del club y de la ciudad y pocos recordarán que las hazañas de este argentino que vieron en primera persona se produjeron en Segunda, en una de las etapas más oscuras de la historia de la institución. En estos casos de catarsis, habrá quien proponga que lo coloquen, todavía en vida, entre los trofeos. O que sea pregonero vitalicio de las Fiestas del Pilar sin bajarse un solo día del año del balcón del ayuntamiento. Lo que está haciendo partido a partido no es de este mundo. La temporada pasada lanzó al equipo junto a Borja Iglesias hacia la promoción y en el actual, lo ha sacado de una crisis muy grave que amenazaba con un futuro terrible. Él solo, casi sin ayuda. Dirán los académicos --y así suele ser-- que las victorias en deportes de grupo se han de valorar y enjuiciar como fruto del trabajo colectivo. Después de su actuación estelar en el Anxo Carro, suma de otras del mismo nivel o parecido, se puede asegurar que, como buen héroe, va por libre. Principalmente porque le dejan a la intemperie otros compañeros muy terrenales, dependientes de que el arquero lave y cure sus heridas.

El Real Zaragoza se impuso al Lugo en un encuentro de camisa de fuerza. Un manicomio absoluto donde se sucedieron errores de todo tipo, sobre todo defensivos, aspecto que ni Víctor Fernández puede solucionar porque es una tara conceptual, no algo que se cambie con entrenamientos a puerta cerrada ni con charlas didácticas. Concesiones de espacios en zonas prohibitivas; pérdidas absurdas; despejes de mala gana... Se compensó la verbena porque el Lugo disputa la misma competición y, por lo tanto, sus líneas de seguridad las salta un caniche. Por esa orgía de demenciales decisiones a las que Álvaro Vázquez no pudo poner remedio inmediato al límite del descanso con un penalti desperdiciado, Cristian Álvarez apareció una y otra vez para evitar la catástrofe. Detuvo por dos veces el balón mientras Guitián cometía pena máxima y, solo o en compañía ante el peligro, dedicó un recital para observale de nuevo en una butaca con cara perpetua de admiración. Como se disfrutan de las obras de arte.

En el alambre de fuego, el rosarino reapareció con el 1-1 en el marcador. Como los grandes rockeros, en el cierre del espectáculo y con todas las luces posadas en su figura, el partido le pidió otro bis, otra composición, un nuevo reto malabarista para salvar al Real Zaragoza de la derrota. Y así lo hizo: detuvo un torpedo y adivinó la dirección de la metralla de Manu Barreiro tras el despeje. En la siguiente jugada, Guitián firmó la remontada que había comenzado Linares en un choque alucinógeno, de pesadillas constantes. El conjunto aragonés ganaba con Cristian Álvarez sosteniendo el mástil de la guitarra; autor de la letra y música de la canción que iba para triste balada y acabó en himno a la alegría, en rocanrol trepidante. Su nombre es el auténtico sinónimo de milagro.