Ganar una Copa del Rey, perder un hijo, recordar las 202 víctimas que el terrorismo dejó tendidas en su vía siempre abierta al horror, siempre muerta... La Romareda fue ayer, antes del partido, un extraño y veloz cruce de caminos, de contradictorias emociones que el estadio abrazó con alegría, con dolor, con respeto. Cuando Cuartero y Láinez saltaron al césped con la Sexta y se la ofrecieron al público, se escuchó el rugido de la afición, que no había dejado de sonar desde que Galletti marcó el gol de la victoria en Montjuïc. En el instante en que se anunció por megafonía un minuto de silencio por el fallecimiento de los hijos de Vicente Merino, consejero del Real Zaragoza, y de Pedro Luis Ferrer, periodista del Heraldo de Aragón, y por la masacre del 11-M en Madrid, el campo se plegó sobre sí mismo, apagó las luces y rezó oraciones sinceras. Sobrecogió el paso fronterizo entre esos dos mundos, el de la felicidad sin límites de una hinchada viva de cánticos y el de la sombra que cubre callada lo irrecuperable. La fiesta cediendo su protagonismo al luto. Y viceversa.

La de ayer fue la única celebración por el triunfo del miércoles. Ni paseo por la ciudad, ni aglomeración en la plaza del Pilar, ni héroes en el balcón del ayuntamiento. En la intimidad, en familia, el Real Zaragoza elevó orgulloso el premio material de la gesta frente al Real Madrid, una Copa que, por desgracia, no pudieron disfrutar con la intensidad que merece dos personas que han demostrado durante muchos años su cariño incondicional a este club. Se fueron sus hijos, el de Vicente y el de Pedro, antes y después de la final, en el espacio intermedio en el que todos soñaban con tocar el cielo y lo tocaron. La Romareda contuvo la respiración por ellos, por su tristeza. Les echó de menos.

La foto

Mientras tanto un hormiguero de niños se agolpó alrededor de los futbolistas para inmortalizarse en una fotografía para la historia. La Copa estaba en un esquina, mirándoles de reojo, como, consciente de todo, queriendo pasar desapercibida. No pudo hacerlo. Ella era el símbolo de la vida que no se detiene por mucho que nos duela. Y el campeóm empezó a jugar.