La nueva y excelente novela de Ramón Pernas, Hotel Paradiso (Espasa) galardonada con el Premio Azorín, enlaza de alguna manera con El pabellón azul y otros relatos donde el autor ya se había sumergido en la vida del circo, materia en la que está considerado un experto.

Abrir las páginas de esta novela equivale a entrar en un mundo mágico donde suceden muchas cosas, algunas demasiado reales, otras ciertamente maravillosas.

Porque Hotel Paradiso es un poco como el circo. Las emociones de su bien trabado argumento oscilan de la celebración a la vida, de la risa al llanto y a la congoja por la muerte. De la complicidad, al pánico. De la reflexión, al suspense.

El carrusel de sensaciones que llega a sentir un espectador frente a la pista central de un circo se repite al leer Hotel Paradiso. A la luz de su prosa podemos percibir los fogonazos entre los mástiles de los trapecistas, el perfume dulzón de los buñuelos y el acre olor de las fieras. El olor de la elefanta Zara, por ejemplo, una de las protagonistas de la historia. Olor, sudor... El de los equilibristas, con los torsos brillantes de talco, y también el espeso sudor de los caballos que galopan en círculos, en paso a dos con la amazona sobre ellos, un pie en cada grupa.

Una novela que es como un número con su redoble, su desafío, su peligro y su sonrisa.

Tierna y vital, pero sin ocultar los riesgos que afrontan aquellos que pertenecen al mundo del espectáculo. Una historia que despega del suelo, de la arena de la pista, para subir hasta el techo estrellado de la carpa. Un argumento que va creciendo en interés, hondura y perfección a medida que el artista que hay en Ramón ensaya cada número, cada capítulo, y los perfecciona.

¿Artista proustiano? Seguramente, Pero la magdalena de Pernas es un pirulí de algodón y su París un país donde el sol no brilla como sobre el camnino de Swann porque la lluvia bruñe la atmósfera, el fino sirimiri calando los lomos de camiones y caballos, las banderas y banderines de los nómadas, dejando tras de sí huellas de elefantes e ilusiones perdidas.

Un mundo donde la luz no viene del sol, sino de la música de las palabras, capaces de reproducir sentimientos como redobles de tambores, lamentos como el solo de clarinete de un payaso triste.

Una soberbia narración sobre el arte, la vida y el fin.