Memudo combate ganado el de anoche. Mereció la pena dejarse en el camino algún trozo de pómulo de Movilla, un par de ligamentos magullados de Savio y medio costillar de Láinez porque al final el Real Zaragoza estará en la final de Montjuïc del próximo 17 de marzo y, si todo transcurre sin sobresaltos, jugará el curso que viene la Copa de la UEFA. El crujido de los huesos de los futbolistas de Víctor Muñoz tuvo su eco, sobre todo para los damnificados, pero el estallido de júbilo de La Romareda por la verdadera pelea que se dirimirá en Montjuïc ante el Real Madrid --cuatro días después de medirse a las blancos en Liga en el Santiago Bernabéu--, hizo que el parte de guerra pasara a un segundo plano emocional. La afición va a tener otra final de Copa --la décima--, un premio a su constancia, a su abnegación, a su ejemplar apoyo en todos los momentos por muy duros que fueran. Como el de ayer, que lo fue a rabiar.

El equipo no pudo brindar la victoria a la hinchada, volcada con sus pateados gladiadores en la arena. A falta de goles --resultado que le fue suficiente por el 1-1 de Mendizorroza-- y buen juego, le ofreció un desfile de la Cruz Roja para atender a todos los que recibieron algún patada del Alavés. Pocos se salvaron de la agresividad del conjunto vitoriano, que sacudió de lo lindo, como si hubiera confundido el encuentro con una velada de boxeo en Vallecas. Con el cuerpo maltratado, el Real Zaragoza recurrió al corazón para evitar que el equipo vitoriano lo tumbara. Su derroche de ilusión y de aguante, personificado en las figuras de Cani, de Villa y de una gran disciplina defensiva, lo elevó por encima de una posible depresión, y creció tanto que acabó por noquear a su rival en el ocaso de una segunda parte de espectacular esfuerzo.

El Alavés salió con el bazoka al hombro y unas instrucciones muy claras de presión brutal, con una agobiante reducción de espacios que incomodó mucho al Zaragoza. Llevó al dictado una táctica impresionante, pero se le fue el pie en mitad del atasco. Cuartero cayó fulminado a los pocos segundos, al recibir un tremendo impacto en los gemelos. Ochoa trituró el tobillo a Savio y a la media hora el brasileño tuvo que dejar su puesto a Galletti. Aquello parecía Pearl Harbour, con la amenaza añadida de que la eliminatoria estaba en el aire. Mejuto tiró de tarjeta, con buen criterio pero escasa atención por parte del Alavés, para frenar el apaleamiento. Hasta Pablo, un fino maestro de esgrima, sacó el serrucho para no ser menos que sus compañeros.

PARTIDO FEO El encuentro se puso feo, monstruoso, con Villa buscando sin puntería, por tres veces, el tanto que anestesiara a un enemigo que seguía dispuesto a vencer por eliminación progresiva de sus rivales. No había forma de marcar, salvo para Ochoa, quien en la mejor ocasión para los vascos en toda la noche, remató para caer como un tanque sobre Láinez. El portero voló valiente y sacó una mano que evitó el gol del central, pero se fue en camilla a la enfermería, donde le esperaba Savio. La lesión del guardameta produjo un silencio estremecedor ¿o fue la entrada de Valbuena? El público aplaudió sin embargo al suplente sin pasar viejas facturas.

Hubo otra víctima. A Movilla le rajaron la cara con los tacos. Tanto guantazo, sin embargo, hizo que el Real Zaragoza se curtiera y se fuera de cara a por la final a lomos de un Villa que se echó el equipo y el balón a sus espaldas para escalar hasta la montaña mágica, hasta Montjuïc, donde le espera la última batalla.