Imanol Idiakez, como antes decenas de colegas que se sentaron en la mesa de presentación de nuevos entrenadores, mantuvo un discurso lineal y de máximo optimismo sobre el proyecto que afronta, al que le dio una mano de barniz más ambicioso que sus antecesores. No quiere medias tintas, él va a buscar el ascenso y no se hable más. En esa comparecencia fundamentó su legítimo anhelo de subir a Primera sobre una plantilla en la que cree --a la espera, nada menos, de un delantero diferencial-- y en los tradicionales argumentos que desfilan por el catálogo de todo recién llegado a una institución de la grandeza del Real Zaragoza. Estuvo atinado en destacar que la gran fortaleza de este club es su afición, un patrimonio imperecedero que la pasada temporada resultó fundamental para alcanzar la promoción de ascenso; un aval ciertamente legendario para emprender cualquier empresa al margen de quien ocupe el banquillo o figure en otras nóminas o despachos.

Luego apeló a la historia y al estilo. Con la iglesia hemos topado una vez más. Según el técnico, el objetivo es devolver al Real Zaragoza al lugar principal que le corresponde con un juego atractivo como dicta ese pretérito de fútbol elegante y elaborado que hace mucho que pasó a mejor vida. Todo lo que sea recrearse en el prestigio de tiempos mejores reconforta el alma, pero no el estómago. El conjunto aragonés ha mantenido una base para competir y va añadiendo piezas muy de autor de Lalo Arantegui, expuesto a una durísima tesitura económica que le impide pelear por fichajes con un poco de nombre y aplicando un método donde el tino en la elección y la explotación de la cantera son de vital importancia. El seguidor, con una pujante nueva generación al frente, ha ido aclimatándose a ese nuevo ecosistema de lucha y pertenencia que pleitea contra cualquier tipo de desánimo o frustración. Sin olvidar los orígenes y las épocas gloriosas, aunque con los pies en la tierra actual que tan poca relación guarda con títulos y equipos magníficos, lo fundamental es ser del Real Zaragoza.

Si somos sinceros, el espectacular rendimiento del curso anterior en su segunda vuelta sorprendió incluso al propio vestuario. Galopó el Real Zaragoza desbocado y su gente alentó con protagonismo cotidiano la espectacular reacción. Todo el mundo iba sumando hasta generar una atmósfera de euforia solo truncada por el Numancia en el playoff. Lo bello de ese esprint no estuvo tanto en las formas como en un fondo de complicidad general, de compromiso particular, de pasiones y sueños entrecruzados. Nada de ello debe ni puede perderse. Se puede promocionar la ilusión, si bien sería aconsejable dejar a un lado ese reclamo a la historia como impulso dominante, no prometer jornadas idílicas y trabajar sobre la realidad. Dura, sí, pero mucho más didáctica que vender entradas para un museo que reavive el orgullo de un aficionado que ahora mismo tiene como gran preferencia ganar esta desapacible guerra del fin del mundo.