Cuando vienen mal dadas, como después del zarandeo al que el Barça B sometió ayer al Real Zaragoza, uno siempre se acuerda del que no está. Es ley en el fútbol y motivo recurrente este año con este equipo tan irregular y desconcertante, capaz de sumar diez puntos en cuatro partidos y de caer ridiculizado frente a un rival con juveniles. Cuando no estaba Luis García que no estaba Luis García, cuando se lesionó Acevedo que se lesionó Acevedo, cuando faltó Barkero que faltaba Barkero, cuando Víctor ha salido del once que Víctor ha salido del once, cuando Henríquez no juega, que debería hacerlo más, que Henríquez no juega... Coartadas ha habido de todas las clases y con casi todos los jugadores principales.

Ayer fue Arzo el que se ausentó por lesión. Y a él, como antes a otros de sus compañeros, fue al que se añoró. Sin embargo, de entre todas las ausencias que han provocado una profunda melancolía cuando al equipo le ha ido mal, la del central es la más importante. Con él la defensa había alcanzado por fin un aspecto serio y fiable, demostrable con hechos. Sin él volvió a ser aquel festival de los horrores que era antes de su contratación. No es que el Zaragoza perdiera porque no estaba Arzo, que lo hizo por otras razones (un planteamiento pésimo, apatía, la evidente falta de fútbol ante un enemigo con mucho, un agujero terrible en el lateral de Rico, el pésimo partido de los centrocampistas, de Luis García, de Barkero), pero a la primera que no estuvo, el resultado fue manifiesto.

Arzo no es un jugador franquicia ni la quintaesencia de la clase. Pero su presencia es imprescindible. Ordena el desorden, mejora a Álvaro, que enloquece en pareja con Laguardia, y pone el listón defensivo más cerca de Primera que de Segunda, que es donde tristemente volvió a estar ayer.