Nadie va a pedir que a los jugadores del Real Zaragoza los pongan en el patíbulo, ni que a Alvaro y a Milito, imberbes centrales en la dura y cerrada noche de Tarragona, se les haga cargar el pecado de su ingenuidad más allá de lo razonable. No es el fútbol un tribunal de justicia, ni un santuario inquisitorio. Todo va tan deprisa en este deporte que el próximo domingo puede que la sangre amarga que emana hoy de la herida de la Copa sea dulce elixir si la victoria viene de visita a La Romareda. Nada sorprende, aunque sí duela, en este mundo rotatorio y maravilloso por imprevisible. Lo que molesta son esas viejas costumbres y estúpidas tradiciones que mantienen la defensa a ultranza del profesional cuando incumple sus deberes por un mal día o porque no le viene en gana realizar un esfuerzo mayor frente a un enemigo menor como lo es el Nástic. El error no es la derrota sonora, ni siquiera el ridículo consentido. El error reside en esa tendencia mal entendida de protección por temor de que a los chicos les afecte demasiado la reprimenda o la verdad pública. Todo queda en el vestuario, como el secreto de alcoba. Este tipo de actitudes desprecian a la afición, que espera una reflexión directa y sincera del fracaso, y alertan sobre la inmadurez de los deportistas, a quienes se les muestra como niños incapaces de verse señalados como simples humanos, sólo aptos para ser elevados al altar cuando la hinchada muere de placer a sus pies por el trofeo conquistado. Víctor dice que se cuente que el Zaragoza tuvo actitud. Solicita colaboracionistas para una empresa que no le honra porque sabe mejor que nadie lo ocurrido. El equipo jugó de una manera indigna y fue eliminado sin dar la cara. Nadie pide cabezas, sólo sinceridad.