El pueblo elige en las votaciones a los responsables de la dirección de su país y, sin embargo, la selección española, el planeta sentimental donde todos los que aman este juego coinciden en su pasión e interés sin distinción de raza, religión, partidos políticos ni gustos televisivos, está en manos de un solo hombre. En una plantilla llena de representantes de gran parte de las autonomías con el significado democrático y nada aleatorio que destila ese detalle, el técnico resiste a lomos de un anacronismo temerario y universal, la del dictador deportivo incuestionable.

Sobre él recaen la responsabilidad de seleccionar, de alinear y, de momentos como el de ayer, de ser portador de la infalibilidad para saber que pese al mediocre encuentro contra Rusia, lo mejor es que repitieran los mismos ante Grecia. Se daban por hecho al menos un par de cambios para dotar a España de una figura más estilizada, pero Iñaki Sáez, cuya única culpa es la de ser como todos sus antecesores, prefirió la continuidad, es decir el error, y mostró por primera vez sus miedos al esconder un once diseñado para fatigar a la modesta Grecia.

La figura fue el pulmón de Albelda, lo que premia su esfuerzo y dice mucho del resto, un grupo con goteos de anárquica calidad que fallece en el depósito vacío de Raúl. Cualquier aficionado hubiera arrancado el partido con Alonso y Valerón en la titularidad, y es posible que hasta con Joaquín. Si se lograra que las encuestas a través de internet y los SMS tuvieran un valor preferencial sobre el diseño de la selección, descubriríamos sin asombro que la razón está en el pueblo, que no tiene un entrenador en cada ciudadano como propugnan los demagogos que viven al amparo de gobernar un juego tan sencillo con las leyes más complejas posibles, sino un buen consejero. De producirse esa revolución de los mensajes, este equipo que ahora y siempre pintan unos señores en soledad y asustados por su excesiva responsabilidad, sería, en la victoria o en la derrota, el nuestro de verdad.