Frente al discurso prudente y cauteloso de Víctor Muñoz, que a fecha de hoy la realidad es la que es y si algo bueno ha de venir ya vendrá, varios jugadores de la plantilla han elevado considerablemente las perspectivas cuando han hecho uso de la palabra en las últimas fechas. Primero fue Montañés el que se atrevió a vaticinar que con el nuevo orden, con lo que percibía desde el cambio de entrenador, el Real Zaragoza iba a perder muy pocos partidos. Desde entonces no ha perdido ninguno, aunque solo ha ganado uno. Lo otro, dos empates. Luego fue Javi Álamo el que elevó las expectativas cuando dijo que él miraba para arriba, no para abajo, estuviera la línea del descenso donde estuviera. Y esta semana ha sido Henríquez el que ha reafirmado ese estado de optimismo fijando su objetivo: la promoción de ascenso.

Lo cierto es que cuando tan solo restan 24 puntos por repartir, el Real Zaragoza está perdido en media tabla, casi a mitad de camino del peligro de la Segunda B y del sueño del playoff. Está ahí porque no ha merecido otra cosa. Esta Segunda, devaluada y generosa como nunca, todavía le ha guardado una última oportunidad para todo.

Para acercarse a la meta de Henríquez, el Real Zaragoza necesita un esprint tipo Bale: un mínimo de seis victorias en ocho jornadas. Si el equipo es capaz de derrotar al Jaén, que está en descenso, y la semana próxima al Girona, también en peligro, merodeará los puestos altos y podrá hacer de nuevo las cuentas de la lechera. Si no enlaza esos dos triunfos no le quedará más destino que consolidar la salvación.

En cualquier caso, bienvenido sea un vestuario ambicioso. Mejor así que triste y resignado. Está bien esa ilusión primaveral. Aunque más que los vaticinios, que por buenos que sean ni te llevan adelante ni para atrás, lo que son estupendos son los triunfos. Las palabras sin victorias quedan huecas.