Afortunadamente, porque su predecesor se ahogó en un mar de dudas e inacabable indefinición, Víctor Muñoz tuvo muy claro el camino a seguir desde que volvió a pisar La Romareda: simplificar el juego, ordenar el desorden, poner claridad en el desbarajuste y trabajar sobre una idea colectiva preconcebida e inamovible. Y que con el tiempo llegara la cosecha. Nunca tuvo grandes pretensiones ni intentó sacar adelante utopía alguna porque la realidad de los hechos era demasiado pesada. El técnico le trasladó a cada jugador su nuevo rol, hombre por hombre, y a dos en particular les mudó de posición. A Arzo desde el centro de la defensa hasta el mediocentro y a Barkero al mismo lugar desde unos metros más adelante. Con esos movimientos el entrenador intentó un objetivo: ganar fútbol, creatividad, posesión de balón, limpieza en la salida, criterio en la distribución y, por ende, autoridad.

Cinco partidos después, Víctor sí ha logrado enderezar el rumbo de los resultados (8 puntos de 15) y alejar al Real Zaragoza de la zona de descenso. Su equipo es más serio y está más ordenado que el de Paco Herrera, pero en su propósito con Arzo y Barkero ha pinchado en hueso hasta ahora. Salvo en Vitoria, donde el guipuzcoano jugó media hora de buen nivel, estando en contacto a menudo con el balón, en el resto de los partidos ha sido un espectador privilegiado que ha visto cómo la pelota pasaba por encima suyo sin detenerse en su área de influencia.

La intención inicial de Víctor era buena. Los dos más capacitados, a dirigir. El resultado final ha sido el que hemos visto. El Zaragoza continúa sin tocar ni manejar los partidos. Se ha echado en manos de un fútbol más directo, en el que el balón casi no está en las botas de los organizador, de modo que su perfil acaba por importar mucho menos. Aunque si alguien puede crear algo algún día son ellos dos. Y Acevedo. Nadie más.