Julian Alaphilippe se agarraba a las vallas protectoras instaladas en la meta de la inédita cima y a la vez paraje natural de Prat d’Albis, sobre las nubes de Foix. El masajista de su equipo se instalaba como improvisado y elegante guardia de seguridad para que nadie lo molestara. Roto, descompuesto, el líder del Tour de Francia necesitaba aire. No estaba ni para discursos, ni para nada. Thibaut Pinot lo había desencajado, como el boxeador que lleva todos los asaltos recibiendo golpes de su rival y en el último atiza un directo de los que hacen mucho daño a la mandíbula del púgil supuestamente fuerte. El Tour está al rojo vivo. Alaphilippe no es tan fiero como apuntó en el Tourmalet, donde resistió con los mejores pese a no ser un escalador, Pinot tiene pólvora en las piernas y el Movistar, con un objetivo incierto pero aliado a una fe que mueve montañas con Landa como cabeza visible, está dispuesto a continuar dinamitando el Tour. Próxima cita, los temibles Alpes.

Podía haber sido la típica etapa tonta con las figuras entregadas a su suerte, dejando pasar kilómetros y sin dar importancia a una fuga de 28 corredores que seguro iba a llegar a la meta, seguramente con idéntico resultado, la victoria del más fuerte de los fugados, Simon Yates, ganador en Bagnères de Bigorre y de la Vuelta a España del 2018. Pero el Movistar, para honrar al ciclismo ofensivo, había decidido que el guion debía ser otro. A destrozar el Tour, a que pasase cualquier cosa porque, a río revuelto, su líder, que se llama Mikel Landa y no Nairo Quintana, podía pescar cualquier trofeo; la etapa, si sucumbía Yates, o un puesto para reinventarse en la general, porque si la victoria parece una gesta imposible, el podio de París no es, con los Alpes y vistas las fuerzas de muchos, un hito ni mucho menos inalcanzable.

CICLISMO DE ATAQUE

Alaphilippe habría pagado para que nadie se moviese, sabiendo, además, que su principal apoyo, Enric Mas, estaba enfermo. Pero no le hizo ninguna gracia que el Movistar hubiese colocado a tres de los suyos (Soler, Amador y sobre todo Quintana) en la fuga del día. Mala pinta. Comenzaba el oleaje. De repente, desaparecía la arena blanca tragada por la marea alta que azotaba el Tour de la mano del Movistar.

Bandera roja, la de peligro, no la revolucionaria para Alaphilippe, que pronto, en el Muro de Péguère, el penúltimo y más duro puerto de la despedida pirenaica, se quedaba sin compañeros. Ver para creer. El jersey amarillo, más solo que la una, tenía que bajar a por bidones al coche con el desgaste que la acción suponía. Y ocurría cuando Landa se proponía destrozar el Tour, con compañeros por delante, con Soler y Amador, que le tendían la mano, y con Quintana, que desgraciadamente no podía. ¿Pasaría algo gordo?

Bien que pasó. Por una vez, Pinot, con más peligro que una tienda de chuches con productos gratuitos en la puerta de una escuela, tuvo paciencia, sabedor de que es el escalador más brillante de este Tour, el que mejor estado de forma está demostrando. Si Alaphilippe había resistido en el Tourmalet, esta vez podía sucumbir. O por lo menos, que es lo que ocurrió, mostrar flaquezas, demostrar que no era un líder tan poderoso y que con tres días de durísimos Alpes puede ocurrir cualquier cosa en un Tour que el sábado por la noche parecía entregado a la gloria de Alaphilippe. Pinot dio el toque de gracia, con Landa en fuga.

Pinot, con su valentía, puso en evidencia no solo las limitaciones de Alaphilippe sino también las de Thomas, con su dorsal uno a la espalda, las de Kruijkwijk, el tercero de la general, y hasta las de Bernal, que tampoco aguantaba su demarraje definitivo, ya en Prat d’Albis. Landa se dejaba capturar porque no valía la pena luchar ante un Pinot pletórico que restaba 1.16 minutos a Alaphilippe y que alzaba el dedo demostrando que este Tour, que está al rojo vivo, puede ser el suyo.