Está tan asustado el Zaragoza que se echa a temblar ante el mínimo ruido. Tiene tanto miedo que se envuelve en sudores fríos y escalofríos ante cualquier amenaza. Ve fantasmas donde solo hay sombras y el peligro en cualquier rincón. Ese pavor, con el que lleva meses conviviendo, le lleva a buscar cobijo continuamente para ocultar sus temores. Por eso no se atrevió a ir a por los tres puntos en Las Gaunas. Por miedo a perder el que tanto le había costado ganar. Lógico. A estas alturas, el miedo se convierte en un arma más. Si se sabe utilizar, puede incluso ser útil. No son tiempos para valientes ni para la ambición. Puede más el canguelo.

El empate no es malo, más por lo que le arrebatas a un rival directo que por lo que sumas, que también. El descenso sigue a un paso, pero se ve todo mejor desde fuera, aunque mal haría el Zaragoza en darse por satisfecho con lo que ofreció en Logroño. Porque su primera parte fue infame y estuvo cerca de volver a pagarlo caro. Es la otra cara del miedo, la que anula. La que desnuda. La que duele.

El Zaragoza previo al descanso fue indecente y un desastre absoluto en el campo y en el banquillo, donde JIM debió cambiar el guion tras el primer cuarto de hora, cuando el Logroñés se adelantó en el marcador al transformar un penalti involuntario de Jair sobre Nano Mesa que el VAR chivó a González Esteban. El revés, como siempre, sumió al Zaragoza en una profunda depresión. Nada tenía sentido. El plan, si es que había alguno, había saltado por los aires a las primeras de cambio. El fútbol cuesta arriba. Otra vez. Era casi lo primero que pasaba en el partido. Falta de contundencia de Peybernes, desajuste de Vigaray y cabezazo a bocajarro de Paulino que se marcha desviado mientras Jair pisa el talón de aquiles de Nano Mesa. Un esperpento para empezar. Gol.

Es de sobras conocido que el Zaragoza se viene abajo ante el primer contratiempo serio. Así que el Logroñés se dedicó a dar continuidad a lo que estaba haciendo, sabedor de que su rival tardaría en reaccionar. Si es que lo hacía. Los tres centrales se cenaban crudo a Alegría, más solo que la una, y la presión alta y la vigilancia estrecha a Eguaras incrementaban la previsibilidad de los aragoneses, así como la probabilidad de que cometieran otro error. Y cerca estuvo. Porque Jair o Vigaray protagonizaron varios más propios de benjamines que de señores hechos y derechos. También Chavarría, que se jugó otro penalti con un codazo a Paulino que el árbitro no consideró suficiente para irse a los once metros. La defensa zaragocista era un manojo de nervios. De los demás no había noticias, que casi es peor.

La invitación del Logroñés a llegar por banda apenas obtenía respuesta en un Zaragoza empecinado en entrar por el centro a pesar de la multitud. Las escasas ofensivas desde los costados, además, se perdían ante la escasa presencia de rematadores en el área. Los de JIM llegaban poco y mal, desnudados por una falta de velocidad alarmante. En las piernas y en la cabeza. Solo Narváez asomaba con remates desviados que llegaban desde la esquina. Alegría también probó suerte desde demasiado lejos con idéntica fortuna. El Logroñés ya tenía lo que quería. Solo debía esperar.

JIM, poco amigo de cambios, solo hizo uno al descanso. Dejó fuera a un horrendo Vigaray para dar entrada a Tejero. Del resto, todo igual. Mismos hombres y mismo dibujo. El Zaragoza, eso sí, parecía algo más suelto.

Y el panorama cambió, sobre todo, gracias a Zapater. La rasmia del capitán persiguió un balón hasta la línea de fondo para poner un centro que Narváez, quién si no, envió a gol. Del tanto emergió un Zaragoza más fuerte y seguro sabedor de que estaba ante su momento. El Logroñés, gravemente herido, parecía presa fácil.

Bermejo falló a bocajarro lo que no se debe fallar poco después de que Cristian le negase el gol a un taconazo de Nano Mesa, pero el ímpetu del Zaragoza duró lo que tardó en reaparecer el miedo tras un disparo al palo de Paulino. Fue entonces cuando regresó el balón largo a Alegría como si fuera Luis Suárez, las imprecisiones, los nervios y los sudores fríos. Claro que el Logroñés tampoco estaba por la labor de arriesgar demasiado, así que se impuso un pacto tácito de no agresión para firmar unas tablas que mantienen a flote mientras se sigue nadando.