Ernesto Valverde no creía, como tantos otros compañeros suyos en el Barça a finales de los 80, que acabaría siendo entrenador. «Pero la sangre, siempre nos jugamos algo, y la adicción que provoca el fútbol me hizo volver», confesó el técnico extremeño en una reciente entrevista a la web del Athletic. Volvió al banquillo para construir una lenta y paciente carrera. Casi 20 años ha durado el largo camino desde Lezama (empezó en el cadete del Athletic) hasta el Camp Nou. Y siempre fiel a una ideología táctica: el 4-2-3-1. Ese modelo ha sido su biblia allí donde ha ido: Bilbao, Montjüic, Atenas, Villarreal, Valencia, Bilbao... Aunque ahora, con una plantilla de ensueño (nunca ha tenido jugadores de tanto talento como los que dirigirá en el Barça), deberá hallar nuevas páginas de ese libro de cabecera.

Apenas ha usado el 4-3-3, la guía que trajo precisamente Cruyff en 1988, el técnico que lo fichó del Espanyol, aunque apenas lo pudo disfrutar. Mantiene las constantes vitales de la filosofía azulgrana («me gusta que mis equipos transmitan algo y sean siempre protagonistas»), instalado en campo contrario a través de una agobiante presión.

Es la presión adelantada (ver gráfico de su última visita al Camp Nou) su principal señal de identidad. Una presión que se activa de forma inmediata tras la pérdida de la pelota. Es la «presión de los cinco o seis segundos». Se abalanzan entonces sus jugadores sin miedo sobre los rivales, invadiendo con fiereza el área contraria, aunque luego se repliega en un 4-4-2, similar al que ha empleado en los últimos meses Luis Enrique. A Valverde, extremo hábil y astuto como era, le encanta apostar también por exprimir al máximo el juego por las bandas y suele emplear extremos en su pierna natural.