Con este Real Zaragoza de los disgustos ya no importa el cómo, solo vale el qué. Lo que había que hacer en Córdoba era ganar, daba igual el resto, aunque la primera parte en El Arcángel resultara tenebrosa y la sensación que transmitió el equipo fue moribunda y alarmante. El hat-trick de Marc Gual arregló esa imagen y sirvió para lo único que contaba: sumar tres puntos más. Este Real Zaragoza es tan frágil, se descose por tantas costuras, tiene tantas taras y ha sufrido tantos problemas que su fiabilidad roza los mínimos en la fase decisiva de la temporada. Es un equipo inconstante, voluble, flojo y capaz de tocar fondo en los partidos con sencillez.

Después de aquella estupenda reacción con la llegada de Víctor Fernández, jornadas en las que el Zaragoza cimentó la huida de un riesgo que en estos días todavía no ha desaparecido, el equipo ha dejado de serlo. Ahora mismo es muy poca cosa, un grupo rasgado, con muchas vías de agua, endeble y que no da garantías. Hasta el propio Víctor Fernández ha perdido aquella energía contagiosa con la que resucitó a un muerto a base psicología deportiva, valentía, carácter ganador y mucha convicción. Esa corriente de fuerza también ha bajado y el desgaste personal que esta experiencia está suponiendo para el entrenador salta a la vista.

Con Víctor, el Zaragoza fue capaz de reaccionar con cuatro triunfos y dos empates en siete partidos, de soltar una primera parte brillante como la de Cádiz o de ganar los partidos imprescindibles: Extremadura, Elche, Nástic o Córdoba. Pero también ha parecido, y parece ahora mismo, un equipo fuera de control e impredecible en sus reacciones, muchas veces negativas.