Si había alguien que albergaba la remota esperanza de que Víctor Muñoz pudiera cambiar la fisonomía interna de este equipo, habrá abandonado esa ilusión pasajera. De par en par quedó abierta de nuevo la cruda puerta de la realidad, por la que se escaparon tres nuevos puntos de La Romareda contra el Deportivo y por donde volvieron a entrar todos los fantasmas habituales que acompañan a este Real Zaragoza desde que fue muy mal configurado en verano y destruido a conciencia en invierno. Los entrenadores no suelen hacer milagros, sobre todo cuando les ofrecen un material con tan poco ángel. Víctor cedió amablemente en su presentación el protagonismo a los futbolistas, que son los que ganan y pierden partidos. Esos futbolistas le respondieron ayer con sus limitaciones y complejos que su espíritu competitivo se reduce a arreones infantiles, a rabietas con el marcador casi siempre en contra.

El tiempo para trabajar es otro factor vital para cualquier entrenador que toma el relevo de otro. En este caso, se impuso el minutero sentimental a un calendario insuficiente como para afrontar retos ciclópeos, por lo que se supone que se trató la permanencia como objetivo de primer orden. Otro enfoque de la situación a la espera de buenos resultados sería una insulto para esta afición, que se ha doctorado en encajar mentiras y falsos testimonios. En público, el ascenso a Primera no se trató porque Víctor se preocupó de hacer de portavoz del respeto hacia la hinchada y de escudo de su propio prestigio.

El minúsculo átomo de intriga que siempre flota en toda atmósfera deportiva cuando llega un mesías aun sin pretender serlo, fue engullido ayer por el cotidiano agujero negro por el que se ha escurrido el Real Zaragoza esta temporada. Un vacío descomunal, imposible de revestir con cambios en la alineación o sobre la marcha. Esta plantilla sufre el mal de su ínfimo nivel cualitativo como bloque, pero a lo largo de las jornadas ha ido añadiendo una escandalosa falta de fe en sí misma que se traslada a las decisiones individualidades. Los dos errores de Roger que podrían haber cambiado la historia del partido frente al Depor pusieron de manifiesto ese terrible efecto dominó de ida y vuelta.

Ya no hay ningún cruce de caminos ni de tópicos. El Real Zaragoza enfila la recta final del campeonato sin margen para las lamentaciones porque está en juego su supervivencia como institución. Se le ha escapado un tren para el que nunca tuvo billete, el del regreso a la élite, pero todavía puede engancharse al modesto vagón de esta categoría si no quiere descarrilar con mayor gravedad. La amenaza del actual escenario obliga a todos los responsables del equipo a asumir y aceptar esta tesitura, y a trasladarla sin eufemismos a la plantilla para exigir a los futbolistas la responsabilidad histórica que les corresponde.

La tentación de ver la permanencia como algo que caerá por su propio peso conduciría a la catástrofe. Víctor aún puede obrar un milagro, el más importante de su carrera. Siempre que los jugadores quieran, por supuesto.