Quienes fuimos afortunados testigos del 6-3 al Barça no éramos conscientes ese 13 de febrero de que asistíamos a uno de esos fenómenos astronómicos que se ofrecen al ojo humano una vez en la vida. El Real Zaragoza era una estrella espléndida que tardaba en eclosionar, pero que lo hizo en toda su belleza contra al rey sol, el Barcelona de Johan Cruyff, que llegaba a La Romareda en horas bajas pero con diez títulos consecutivos entre Ligas, Copa de Europa, Recopa y Supercopas y camino de un nuevo campeonato doméstico gracias al deportivista Djukic. El partido fue una obra de arte, la concatenación de un generación de talentos en la cima de la inspiración, con una voracidad insaciable y un fútbol bordado de oro en cada detalle.

Todo lo que ocurría merecía la presencia de un amenuense para ser documentado, sin tiempo apenas para recoger con exactitud la inventiva, la magia, los malabares, los acontecimientos que se sucedían con el aliento suficiente para dar paso a otro de mayor relieve y a anécdotas (el beso de Gardel en la calva del masajista pakistaní Kabir Naná, la expulsión de Guardiola, la presencia de Javier Clemente en el palco para luego no llevar a ningún zaragocista al Mundial de EEUU). En la grada del viejo Municipal, la afición, electrificada por las descargas de felicidad, experimentó un clímax físico y espiritual, hasta tal punto que algunos seguidores acabaron en el foso tras una celebración. De verdad, muy pocos encuentros --no sólo en la historia del zaragocismo-- han podido reunir semejante aluvión de emociones en el epicentro de la excelencia.

Quienes acuden a las imágenes archivadas de los canales de internet para recordar o descubrir el partido, comprueban que los biógrafos del equipo aragonés nunca exageraron en la descripción de la catedral elevada sobre el césped. Es más, es uno de esos acontecimientos cuya autenticidad está muy por encima de la propina legendaria que entrega el paso del tiempo a las narraciones de las hazañas. Tantas temporadas después, tantas alegrías y berrinches de por medio, conserva intacta la goleada un sello de calidad de imposible caducidad. Había personajes de cuento de hadas bailando sobre la varita mágica de Víctor Fernández, descarado estratega de la escuela de Cruyff; también animales exóticos y bestias fabulosas que trincharon al Barça en filetes. En absoluto consistía el festín en saborear el manjar de la humillación. Muy al contrario: se trataba de prolongar mientras fuera posible el entretenimiento, la satisfacción por la victoria como cumbre de lo impecable. 25 años después, la magnitud de lo ocurrido sigue vigente más allá del calendario que lo refresca cada año por estas fechas. Sí, tiene vida propia.

Defensas que corrían el campo de norte a sur para marcar un tanto (Cáceres) o para ofrecer una asistencia (Belsué); centrocampistas descubriendo El Dorado del área rival (Poyet y Gay); Mozart iluminado (Aragón), y tres delanteros de exquisita astucia (Pardeza , Higuera y Esnáider). Goles de autor, de jugadores que eran todos para uno y uno para todos en el corazón de un equipo nacido para atacar. Pura pasión incontenible aquel 6-3. El homenaje universal de una estrella que se cruzó en el firmamento de la época con el Barça en un choque que aún hoy ilumina y honra el zaragocismo y el deporte como expresión de la divinidad.