La obsesión de la industria automotriz por reducir la cilindrada de los motores ha llegado al campeonato del mundo de F-1. A partir de este año, los coches de la categoría reina contarán con 1.600 centímetros cúbicos, lo mismo que un compacto de la calle, aunque sobrealimentado con una turbina que eleva su potencia hasta los 600 caballos (más el aporte de los motores eléctricos, ver pieza de la derecha). No es la primera vez que el Mundial sopla con vientos de turbo; Renault fue la pionera en 1977, con una configuración V6 similar a la empleada hoy, aunque con solo 1.500 centímetros cúbicos. Entonces, bastaron seis años para que cada victoria llevase la firma de un piloto turbopropulsado. Su escalada de tecnología y potencia fue tal que pasaron de 500 a 1.000 caballos en menos de una década.

Pero la preocupación por la seguridad en coches cada vez más rápidos provocó serias limitaciones en las presiones de soplado para, finalmente, prohibir los compresores en 1989. En la nueva era turbo no habrá límites en la compresión, pero sí en su consumo, que no podrá superar los 100 kilos de gasolina por GP, lo que obligará a los pilotos a agudizar el ingenio.