Cada vez que tiene la oportunidad, Alvaro pronuncia agradecido el nombre de Dios. Cree a ciegas en la aportación divina en todas las facetas de la vida, pero también sabe que en su profesión el diablo suele vestir camiseta de titular mentiroso, y saca a relucir la fe en sí mismo como valor añadido. Ayer, en un partido abominable donde estaba en juego gran parte de la permanencia para el Zaragoza y de la condenación para el Celta, el brasileño subió al saque de una falta y, con su gol, abrió de par en par las puertas de la salvación. Acababa de ser expulsado Cáceres por doble amonestación, y el defensa saltó libre y salvaje, impulsado por su fuerza natural y por el trampolín sobrenatural en el que tanto confía. La continuidad en Primera, a falta de ocho jornadas y tras un domingo de resultados felices (sobre todos la derrota del Mallorca en Murcia), está ya al alcance de la mano.

A falta de un cuarto de hora para el final, el conjunto aragonés no había merecido nada en uno de sus encuentros más vacíos de la temporada. El empate ante un Celta triturado por sus innumerables desgracias era el premio gordo a una tarde desafortunada, sin Villa, ni Movilla. Sin nadie que aportara algo interesante para desenchufar de una vez por todas a un rival agonizante. En ese limbo futbolístico, Alvaro buscó el cielo y bajo de él tres puntos que saben a gloria. Puede que Dios tuviera algo que ver, si bien el brasileño fue el mejor profeta para el Real Zaragoza, que en el último suspiro marcó su segundo gol gracias al oportunismo de Yordi.

Del partido sería mejor ni hablar, ni escribir, ni nombrarlo. ¡Por Dios qué partido! Era una cita que exigía concentración, inteligencia y un buen puñado de paciencia para que el Celta se fuera diluyendo en sus nervios. Muy al contrario, el Real Zaragoza salió a escena con plomo en el cerebro y hierro en las piernas. Pesado y mal puesto en el campo, tuvo la fortuna de hallar enfrente a un conjunto demasiado responsabilizado que, sin embargo, recibió un castigo excesivo. En realidad dispuso de las mejores ocasiones, no muchas ni claras, pero casi las únicas hasta que se desintegró en un proceso progresivo y delirante. Se lesionó Giovanella en la primera parte, se rompió José Ignacio, su mejor hombre, en la segunda. Antes Berizzo se había quedado fuera por gripe y, para intentar lo imposible, Antic sacó cojo a Mostovoi, el Zar , quien dio una penosa impresión, viva imagen de un imperio que se desmorona después de haber sido un ejemplo para la nobleza de este deporte. Luego Cáceres se autoexpulsó y el Celta se quedó a merced de un destino que le señala el camino de la perdición.

LA ESPERA Se puede decir que el Real Zaragoza esperó a que el equipo celeste se fracturara por una de sus múltiples heridas: la tensión, las ausencias, una grada quizás hostil... No puso nada de su parte y por momentos, impreciso y desesperante por la falta de criterio en todas sus líneas, dio la impresión de ser un adversario del mismo o inferior nivel. Una de las claves de semejante despropósito estuvo en la escasa aportación de Movilla, superado casi siempre por el ímpetu guerrero de José Ignacio. Sin su faro, el conjunto aragonés se precipitó en las decisiones y concedió el balón a su adversario. A Villa le echó el ancla Méndez y una patada en el muslo de Cáceres, y Dani eligió muy pocas veces la mejor opción en el desmarque y en la combinación, con lo que el ataque también sufrió una profunda orfandad.

El punto era lo mejor que se podía sacar de ese pozo seco de ideas pese a la ambición de Víctor Muñoz, que introdujo a Galletti y a Juanele en busca de la victoria. También a Yordi por un Villa muy lastimado tras la entrada de Cáceres. El mejor ataque fue, sin embargo, un defensa que no se conforma, que no se rinde. Igual que en Montjuïc, igual que Santander, Alvaro fue corriendo hacia el área de Pinto como si subiera al Sinaí a recoger un encargo de Dios. Al descender de su salto, bajó con la salvación en sus manos y con la cabeza del diablo en las botas.