Los jugadores del Real Zaragoza entraron en clase puntuales y aseados, con todos los libros publicados sobre defensa bajo el brazo y esa mirada segura de alumno aventajado que ha entendido la lección y además sabe cuáles van a ser las preguntas. Pese a la derrota, que rompe con una racha de siete encuentros consecutivos sin perder, no se puede suspender al conjunto aragonés porque compitió contra la mejor maquinaria táctica de la Liga. Tuvo un comportamiento ejemplar, sobre todo en la primera parte, y cuando salió a la pizarra, respondió casi siempre con corrección. El problema es que el otro concursante era el Valencia, un conjunto de conocimientos universitarios en estrategia y otras asignaturas que ayer, aprovechando la derrota del Madrid, se puso líder.

Nada que objetar, por lo tanto, a la actitud con que el Real Zaragoza afrontó el, seguramente, partido más complicado de la era Víctor Muñoz . Hincó los codos y trabajó como nunca en el mantenimiento de los espacios vitales para su rival, las bandas, por donde Vicente y Jorge López apenas alcanzaron notoriedad en ataque, opción que ambos equipos se negaron siguiendo un dictado exclusivamente conservador. El encuentro, atrofiado por la congestión, se hizo insoportable en lo estético y sólo se animó un poco en la segunda mitad. El club, que busca ingresos atípicos y no los encuentra salvo en el aval público, se hubiera hecho de oro si llega a abrir una sucursal de Pikolín en La Romareda, convertida en un bostezo mal disimulado.

PROLIFERACION DE PEONES A la gente se le puede contar de qué bien están planteados los partidos, de la armonía de movimientos en las coberturas y del excelente posicionamiento de los jugadores. A la gente que juega al ajedrez, claro está. La hinchada futbolística, agotada de la proliferación de peones, necesita de vez en cuando que el alfil drible y dispare, que la torre se vaya en diagonal hacia la portería y que el rey haga una chilena. El Real Zaragoza se mimetizó, ayer con buen criterio, en una tablón y se movió como una sola ficha. Otra apuesta hubiera sido un suicidio, y, aun así, terminó capitulando frente a un adversario con título de maestro internacional.

Sin alas, el Valencia voló bajo, aunque con el gesto de suficiencia de quien se siente superior y sabe esperar su oportunidad. A la presión adelantada y trufada de un gran orden contestó con el mismo timbre de juego, y se armó de paciencia, sin dejarse llevar por la responsabilidad de la cercanía del título, fiel hasta la médula a su grueso y rico libro de estilo. Pese a las excelentes actuaciones de Alvaro y Milito y del compromiso colectivo para detener enemigo a las puertas de la ciudad, Láinez fue el mejor hombre del Real Zaragoza y Cañizares no tuvo que emplearse en todo el choque, lo que explica algunas cosas: preocupado por cerrar todas las vías de acceso, el equipo de Rafa Benítez fue también más ofensivo. Angulo se plantó ante Láinez dos veces y el meta le adivinó sus intenciones, y Carboni lanzó una falta con toque magistral que halló la mano milagrosa del portero.

Fueron acciones aisladas, con un Real Zaragoza que tardó mucho en intimidar un poquito arriba. No lo hizo hasta la segunda parte, con un disparo de Movilla que desvió el pie de un defensa. Su momento cumbre llegó en un balón colgado de Alvaro. A Ponzio le cayó la pelota a un metro de Cañizares y en lugar de cabecear con la frente lo hizo con la cortina de su melena, con lo que el balón se murió de risa, lejos de la red. Ese error define al argentino, voluntarioso pero superado siempre por un ímpetu histriónico en el esfuerzo de la recuperación y proclive al fallo infantil, como en ese caso.

En esas apareció Baraja en lugar de Sissoko, que se lesionó. El internacional abrazó el centro del campo y manejó el partido a su antojo. No obstante, la partida sólo podía finalizar como lo hizo, en la estrategia: Angulo marcó de cabeza al saque de una falta y el Valencia dio jaque mate a un Zaragoza que cayó con el honor de un digno resistente.