La carrera de Pombo gritando como si no hubiera un mañana detrás de su compadre Borja Iglesias después del primer gol al Valladolid. Su megáfono. La cara de furia de Papu cuando hace piña cerca del córner con sus compañeros. La celebración del Panda con el dominio de la escena de quien acaba de hacer un hat-trick y tiene a miles de fieles rendidos a su religión. El esprint con la boca desencajada de Ros, navarro de nacimiento, criado en Zubieta pero con una tremenda conciencia de grupo. Eguaras, tan tranquilo que juega, eufórico. Zapater festejando cada gol como cualquier aficionado de la grada. Cristian alzando los brazos al cielo con la serenidad de quien pone la pausa entre tanta bendita aceleración. Los abrazos de Natxo González con su tropa de guerreros al final de los partidos.

La electricidad, la energía, la fuerza que transmite este Real Zaragoza. El amor propio, el hambre, la identidad como equipo, la implicación, la complicidad, el uno para todos y el todos para uno, la calidad humana de muchos de los futbolistas, su compromiso con el club, con el equipo y con la ciudad. El deseo de superación personal a través de los éxitos colectivos, el valor emocional de los canteranos, la amistad, la profesionalidad.

Después de años en los que el Zaragoza vivió episodios bochornosos como el de Palamós y en los que pasaron decenas de jugadores directos al rincón del olvido, esta plantilla ha robado el corazón del aficionado. Con grandes resultados. Y mucha verdad.