No es fácil explicar lo que ocurrió ayer en La Romareda. Habría que hacerlo con una camisa de fuerza y en una habitación acolchada. Mucho más sencillo resulta, sin embargo, sacar conclusiones del empate final y de una jornada en la que ganaron Albacete, Mallorca, Celta y Espanyol, es decir casi todos los que venían en el carromato del descenso y al que se ha subido el Real Zaragoza después de desperdiciar una ventaja de dos goles (4-2) frente al Sevilla. Ocho equipos en cuatro puntos (de los 40 de la Real a los 36 del Celta). Ocho clubs que, a falta de cuatro jornadas para el ocaso de la Liga, han fabricado una Liga muy particular y cerrada por la permanencia en Primera División. La continuidad en la élite ha elevado su precio, y el conjunto de Víctor Muñoz ya no sabe exactamente si le servirá con otro triunfo o deberá de pagar una cuota más elevada. La tensión que se quería evitar va a viajar dentro del equipaje del Real Zaragoza, que juega el próximo fin de semana en el Carlos Belmonte, donde el Alba quiere y puede rubricar su estancia, una temporada más, entre los mejores. Menudo lío.

EN EL ULTIMO ALIENTO A este concurrido manicomio entró ayer el equipo aragonés en el minuto 95, en el último aliento del tiempo de prolongación, una apreciación excesiva de Megía Dávila, quien no estuvo a la altura de Medina Cantalejo en San Mamés pese a que lo intentó por momentos. Descargar toda la responsabilidad del empate en el colegiado parece, no obstante, algo desproporcionado. Estuvo muy mal, se equivocó en los dos penaltis, pero no fue el culpable de que las defensas se tomaran el partido a chirigota, dejando la del Sevilla que Villa marcara cuatro tantos y fallando como una escopeta de ferias la del Real Zaragoza, como se preveía con una zaga de circunstancias.

A un segundo del final, con un menos por expulsión de Toledo y con el debutante Capi de central, la resistencia del cuadro aragonés cedió. Con la capitulación voló, de momento, la tranquilidad, el saber que quizás con un empate más habría sido suficiente para respirar a pulmón abierto. El 4-4 de Carlitos enmudeció a La Romareda, que vivió toda la tarde subida en el tobogán de las emociones más extremas. La adrenalina del estadio alcanzó la cima con el 4-2, instante en el que David Villa, autor de las cuatro dianas, fue santificado. El héroe, sin embargo, no salió a hombros porque a la afición se le cayó el alma al suelo con la igualada.

LA OLA No es fácil explicar lo que ocurrió ayer en La Romareda, sobre la que se desató una variada y singular tormenta de sentimientos antagónicos. La gente sufrió con el gol de un espléndido Casquero en el minuto 5, contempló con asombro dos magníficas asistencias de Savio para que Villa adelantara al Zaragoza tras una notable reacción a base de coraje y se puso a hacer la ola con el recital del delantero asturiano, quien rompió con una falta directa y un penalti el 2-2 que se había tragado un Láinez muy dubitativo pese a su valentía. "¡Illa, Illa, Villa maravilla!". Loco de atar de alegría, con ese marcador de ensueño y la permanencia en el bolsillo, el público siguió en lo alto de la cresta, pero a su equipo le entró un vértigo terrible.

Primero fue Toledo. El paraguayo despejó sobre el cuerpo de Casquero y el sevillista se plantó solo frente a Láinez, lento en la reacción. Llegó aún el central a tiempo, pero el árbitro vio penalti y expulsión. Con diez, Víctor Muñoz recurrió a Soriano (¡que sea titular, por Dios!) para proteger el espacio aéreo, y Caparrós quitó a sus centrales en una desesperada apuesta ofensiva --Carlitos, Magallanes, Antoñito y un imparable Baptista al asalto-- que le dio sus frutos al filo de lo imposible.

En una mirada más reflexiva, mereció ganar el Real Zaragoza. Fue algo mejor, saltó por encima de grandes obstáculos y aguantó como pudo el asedio andaluz. Pero pecó de quijote y ahora se va a La Mancha a lomos de una pesadilla.