Chen Hao, programador de 27 años, atiende al teléfono desde Shanghái (China) tras avisar de que solo dispone de 10 minutos. Es noche cerrada, ha salido media hora antes de la oficina y trabaja en la calle con su móvil. «Mi jefe ya me ha advertido de que esté preparado porque el próximo mes trabajaremos muy fuerte los fines de semana», justifica. Chen padece el régimen laboral 9-9-6 (jornadas de nueve de la mañana a nueve de la noche, seis días a la semana) en el sector tecnológico que estos días sienta al país frente al diván.

El fenómeno va a contrapelo porque los avances laborales son una de las mejores y más ignoradas noticias de los últimos años en China. Son humildes en términos occidentales y elefantiásicos en términos locales. Los chinos, que durante miles de años asumieron la explotación como imperativa, pelean hoy por sus derechos con huelgas o en tribunales. Es paradójico que aquellas extenuantes jornadas que sufrían los emigrantes rurales en las fábricas de la costa oriental las hayan heredado titulados universitarios en la industria tecnológica.

Los trabajadores han volcado sus lamentos en campañas organizadas en internet con lemas como Las vidas de los programadores también importan y etiquetas como 996.uci, que alude a la unidad de cuidados intensivos a la que conduce su régimen laboral. También han elaborado una lista de unas 150 compañías que exigen horas extras sin retribuir y en la que figuran gigantes como Tencent, Alibaba y Huawei.

La ley china establece un límite de 40 horas semanales y 36 extras. «La práctica es técnicamente ilegal, pero muy extendida en la industria. Los cambios en los horarios o las condiciones están permitidos si se acuerdan por ambas partes, pero en el sector tecnológico los trabajadores carecen de voz y son impuestos de forma arbitraria. Si no los aceptan, la única alternativa es irse», explica Geoffrey Crothall, de la organización China Labour Bulletin.

Desde empresarios venerados como gurús han llegado reivindicaciones románticas de la confuciana capacidad de trabajo de los chinos como vía hacia el éxito. Jack Ma, fundador de Alibaba, describe el 996 como «una bendición que deberían agradecer los jóvenes». «Si quieres entrar en mi empresa, tienes que estar preparado para trabajar 12 horas diarias. De lo contrario, ni te molestes». A ese régimen debe la economía china «su ímpetu y vitalidad», según Ma. Richard Liu, presidente de la compañía de comercio electrónico JD, que lamenta el aumento de los lastimeros: «Si esto sigue, JD no tendrá futuro y será expulsada sin compasión del mercado. Los haraganes no son mis amigos». Ambos reivindican con orgullo sus jornadas maratonianas cuando levantaban sus imperios.

No es un discurso nuevo. También las jornadas interminables fueron habituales en los inicios de Silicon Valley. Elon Musk, por ejemplo, recordaba recientemente que acumulaba 120 horas semanales cuando a Tesla se le complicaban las cosas: «Nadie ha cambiado el mundo trabajando 40 horas semanales».

El debate ha supuesto un extraño enfrentamiento entre los rutilantes empresarios y las voces oficiales del Gobierno chino. El Diario del Pueblo señalaba la semana pasada que los trabajadores que se oponen al 996 no pueden ser etiquetados de «holgazanes» y que sus necesidades deben ser escuchadas: «La imposición obligatoria de la cultura del 996 no solo refleja la arrogancia de los empresarios, sino que es injusta y poco práctica».

Los trabajadores se han beneficiado durante años de una industria floreciente y mimada por Pekín. Un programador recién licenciado llega a los 20.000 yuanes mensuales (2.650 euros) y en pocos años se sitúa en los 30.000 yuanes (4.000 euros), según fuentes del sector. Y al salario se añade el bonus anual, que suele equivaler a seis mensualidades y en casos extremos hasta 20 o 30. El volumen y la estructura de los ingresos fomentan lo que eufemísticamente se llama «compromiso personal» con la empresa.