Esta semana el portavoz gubernamental Mao Sheyong afirmó, tras desvelar el crecimiento económico más bajo en diez años, que los retos externos «han crecido de forma significativa». Nadie necesitó aclaraciones. La guerra comercial con EEUU empuja a la incertidumbre a una economía atareada en un sensible cambio de patrón tras cuatro décadas.

El crecimiento de 6,5 % del tercer trimestre, dos décimas por debajo del anterior, pone en riesgo las expectativas de Pekín para este año. Los expertos, sin embargo, calculan que apenas se recortarán en una o dos décimas. Lo duro llegará el próximo año, con hasta medio punto porcentual, si continúa la belicosidad de Washington. Los indicios ya son preocupantes. La bolsa de Shanghái se ha dejado un 30 % este año y ha bajado la actividad de las fábricas y las inversiones empresariales. También se ha debilitado el consumo interno, con la peor caída en venta de coches en siete años. Todo sugiere que los tambores de guerra han desincentivado el gasto y urge prepararse para un invierno largo. Solo han mejorado las exportaciones por las prisas por enviar las mercancías antes de la entrada en vigor de los nuevos aranceles.

China ya ha depreciado el yuan un 9 % este año para estimular las exportaciones pero perseverar en esa vía acentuaría la fuga de capitales en una población cada día mas temerosa por el valor de sus ahorros. Pekín inyectó 110 millones de dólares al sistema bancario el mes pasado y esta semana recortó por cuarta vez los ratios de reserva bancarios para sus préstamos al necesitado sector privado.

Los aranceles estadounidenses no solo persiguen la reducción inmediata del desequilibrio de la balanza comercial sino torpedear la estrategia china de futuro. El plan Made in China 2025 busca autosuficiencia y liderazgo global en industrias de alto valor añadido como robótica, coches eléctricos o inteligencia artificial. La iniciativa fue recibida en Washington como una amenaza.