Hace tiempo que muchos analistas y medios de comunicación se preguntan si estamos ante una nueva guerra fría. En general, se refieren a una variada gama de síntomas cuyo paradigma central sería la Rusia de Putin, a cuyo rebufo van a veces Venezuela, Nicaragua o Bolivia. ¿Qué tendrían en común estos países, o mejor dicho sus líderes? Que serían militantemente contrarios a Estados Unidos, antiimperialistas por usar palabras de otra época. Pero no, Putin no aspira a una nueva guerra fría. La razón es sencilla. La guerra fría, que mantuvo al mundo en vilo entre 1947 y 1990, consistía en una confrontación entre dos superpotencias cuyos modelos eran antagónicos e incompatibles, y los dos aspiraban --sin disimulo-- a dominar el orden mundial, su programa era global. Entre ambos, un emergente tercer mundo surgía de la descolonización y pugnaba, con peor que mejor suerte, por un no alineamiento. Merece la pena revisar ahora la copiosa filmografía y literatura que generó la guerra fría para ver lo lejos que estamos de ella.

Para empezar, Rusia y EEUU pueden enfrentarse por Ucrania y seguir colaborando en torno a Irán o compartiendo inteligencia sobre el yihadismo, sin olvidar que durante todos estos años Rusia ha dado todas las facilidades para que la OTAN operase en Afganistán a través de las repúblicas exsoviéticas. Obama y Putin comparten también debates muy complejos en el G-20, en el Foro Asia-Pacífico y en otros encuentros.

La cuestión es otra. Putin está empeñado en reconstruir el estatus de la otra superpotencia, y aquí se acaba el símil con la guerra fría. Para ello intenta delimitar de nuevo una zona de influencia que recuerde a la antigua URSS o a la Rusia de los zares e intenta construir un entramado de organizaciones regionales, económicas y/o de seguridad hacia Asia. La reciente aproximación a China tiene además otra expectativa: diversificar el problema más grave de Rusia, que es su fragilidad económica. Con un petróleo por debajo de los 70 dólares el barril, con la dependencia exclusiva de sus fuentes de energía, con su débil tejido industrial y exportador, Rusia, que tiene un PIB como el de Italia, debe modificar un dato significativo. La mitad de sus intercambios económicos, hasta las sanciones, han sido con la Unión Europea. Por tanto, la interdependencia es la palabra clave. No olvidemos que la retórica de Putin en política exterior tiene otro objetivo esencial --aparte de fortalecer su estatus mundial--, que es su impacto en política interior, su indudable éxito sobre la opinión pública rusa y su nostalgia de gran nación. Su discurso del 4 de diciembre ante la Asamblea Federal es paradigmático: ultranacionalista, bastante militarista, una referencia a que "algunos gobiernos quieren construir un nuevo telón de acero", y al final el anuncio de duras medidas económicas y monetarias.

En realidad, de la guerra fría echamos de menos su claridad expositiva, y es que todavía no sabemos explicar cómo funciona el mundo posbipolar, que por no ser no es ni unipolar. Es un cubo de Rubik.