En los años 30, Elsie Parrish trabajaba para uno de los hoteles West Coast del Estado de Washington. Camarera de habitación, ganaba menos del salario mínimo: 14,5 dólares a la semana por 48 horas de trabajo. Parrish decidió reclamar la diferencia y, con una fuerte convicción, llevó su petición hasta el final. El Hotel West Coast se opuso y, por aquel entonces, no le faltaban argumentos. Reconocían que el salario era menor al mínimo. También eran conscientes de la existencia de una Ley Estatal (1913) que recogía unas condiciones laborales generales. Respecto al salario, se decía que ningún trabajador debe ganar por debajo de la cuantía que le permita subsistir. Subsistir con menos de 14,5 dólares a la semana es una cuestión de equilibrio imposible. Sin embargo, el contrato de trabajo firmado entre Parrish y el Hotel West Coast era muy claro: fijaba una retribución menor. Parrish había aceptado y las partes tenían una libertad de contratación garantizada por la Constitución y consagrada por el Tribunal Supremo por encima, incluso, de las Leyes Estatales.

Todo comenzó con Joseph Lochner. En 1905, Lochner trabajaba en una panadería durante más de 60 horas a la semana. Entendió que podía resultar excesivo y una Ley del Estado de Nueva York le daba la razón. Sin embargo, el Tribunal Supremo invalidó dicha Ley. Sentado el precedente, durante los siguientes años muchas más leyes estatales cayeron. Hasta que Parrish se enfrentó al West Coast en 1936.

Desde el 2010 y con independencia del ejecutivo gobernante, España ha retomado la senda de Lochner en sus reformas laborales (esta vez con los papeles invertidos entre legislador y juez). Se pone la libertad de contratación en el centro. Y como la luna tiene dos caras, la libertad de contratación alcanza también al despido que se facilita mediante su concreción. En aras a una seguridad jurídica que todo lo puede, se legisla al detalle el procedimiento y las causas. El legislador tiene claro dónde está el problema: un proceso judicial sobre el que no se tenía demasiada confianza... que ha venido dando lugar a que los tribunales realizasen juicios de oportunidad relativos a la gestión de la empresa. La solución se presenta fácil: convertir al juez en un mero verificador de la ley.

Sin embargo, aparece el caso de Curbimetal y con él se traslada gran parte del problema a una cuestión de buena o mala fe en el procedimiento. También las posibles irregularidades contables que surgen al enjuiciar un despido. Este comportamiento no alcanza ya a las causas del despido, sino que se desenvuelve en el terreno de los principios o valores inmateriales sobre los que se construye la buena fe. Entonces comprendemos que esa libertad de contratación por fin encuentra una respuesta, un límite. Todo comenzó con Lochner, todo acabó con West Coast.