Al igual que en gastronomía existe la comida viejuna, en política abunda también cierta liturgia que se mantiene y se respeta aunque suene a ecos del pasado. Una de ellas son los debates televisados, que tienen una ceremoniosidad que encorseta los mensajes y que las exigencias de los partidos y ahora hasta de la junta electoral (que le dice a los medios privados lo que tienen que hacer, a quién tienen que sacar y a quién debe compensar) los convierte en un espectáculo antitelevisivo.

En el fondo, los debates electorales en televisión son una moda sesentera, de la época de Richard Nixon y JFK. Nos quedamos con la copla de que la palidez y el sudor de Nixon le hicieron perder las elecciones y desde entonces los asesores controlan hasta el mínimo detalle como los preparativos de los utilleros ante una final de la Champions. El color y la luz del estudio, la altura de los atriles, los tiempos que tiene cada uno, los asuntos a tratar, los vestuarios... Y así, lo que debería ser hora y media de televisión se convierte en hora y media de un compendio de frases y discursos más o menos esperados. Al final, de los debates solo nos queda la anécdota y los análisis del politólogo o politóloga de moda. Los debates televisivos tendrían que ser como los festejos taurinos de los pueblos: se suelta la vaca y que cada uno salga por donde pueda.

Aquí, como la democracia llevaba 40 años de retraso, el espectáculo de la política televisada no llegó hasta 1993, con el célebre cara a cara entre Felipe González y José María Aznar que moderó el prematuramente desaparecido Luis Mariñas. Desde entonces, se han celebrado 12 debates y prácticamente ninguno ha bajado de una audiencia de diez millones de expectadores y un 54% de cuota de pantalla. Para que luego digan que la política no interesa. Y eso a pesar de que vivimos en los tiempos de fake news (lo que toda la vida han sido bulos y radio macuto), redes sociales y sobredosis de política caricaturizada en la tele-espectáculo de todos los sábados, todas las anarosas, todas las susanagrisos de las mañanas y todos los ferreras de los mediodías y las tardes.

En Aragón somos más tranquilos. Aquí, salirse de cualquier cánon de la formalidad, ya sea en forma de portada o en forma de opinión pública, es rápidamente afeado por una u otra vía. No vaya a sentirse alguien ofendido, porque siempre hay alguien que se ofende.

Por eso, nuestros debates televisados son más sosegados y casi se agradece, porque así uno se evita tener que oír salidas de tono exabruptos desagradables. Eso sí, las audiencias son mucho más bajas que la media que da habitualmente la televisión autonómica. Y no digamos si encima coincide con un partido del Barça, porque en Aragón también hay mucha gente del Barça y del Madrid. Así nos va.

Los aragoneses tuvieron ayer la oportunidad de escuchar a los candidatos de los partidos con representación parlamentaria por la provincia de Zaragoza en Aragón TV, y en próximos días tendrán la misma oportunidad con los candidatos de Huesca y de Teruel. Fue una buena forma de sintetizar en 90 minutos los argumentos que emplean durante esta campaña, con la dificultad de territorializar unos programas que, este año más que nunca, se interpretan en clave nacional.

A pesar de ello, vivan los debates y vivan las campañas. Hubo demasiado tiempo en los que no hubo y su propia existencia son el mejor síntoma de nuestra democracia.