Si Pablo Casado pensaba que la campaña había terminado con el último debate, la defección del expresidente de Madrid, Ángel Garrido, le demostró que aún pueden pasar cosas. Quien fuera número dos de Cifuentes y luego su sucesor se sirvió ayer un plato de venganza muy frío por fuera y volcánico por dentro. Por no haberle puesto al frente de la candidatura a las autonómicas, apenas hubo firmado las actas para ser candidato del PP a las Europeas... se pasó a Cs sin previo aviso. El hecho demostró que las derechas están arrebatadas por el impulso fratricida, que Casado no domina su propio partido y que Rivera y los suyos están despendolados, y no reparan en que reforzarse con tránsfugas afea su disfraz de neopolíticos virginales.

Empacho digital

Estas cosas ocurren en una atmósfera extravagante, donde los lenguajes y las tácticas digitales han empapdo de trumpismo el discurso de las derechas. Las exageraciones, el desenfado a la hora de promover noticias que ni son ciertas ni se parecen a la verdad y el sentimentalismo han intoxicado a todos los candidatos, como pudo comprobarse en los debates; pero en el caso de los cabezas de cartel de PP y Cs (con Vox empujándoles hacia el abismo), han generado disparates, acusaciones infundadas e insultos que colocan el futuro político del país en el disparadero.

Cuando el tuit impone su genuina vocación provocadora, personajes como el independentista Rufián acaban convirtiendo las comisiones de investigación del Congreso en una pista de circo. Pero cuando Bannon, el ex-asesor de Trump, programa el troleo voxista, y una catarata de fakes e insensateces arrastra a toda la derecha hispana, no hay debate razonable que valga. Se vio en TVE y Atresmedia.

Que Pablo Iglesias, convertido al fin a la fe constitucional y setentayochista, fuera la figura más moderada, central y educada de las dos citas ante las cámara lo dice todo. Parecía un señor bien del barrio de Salamanca o, si prefieren, un cura de aquellos de la HOAC. Y al explicar sus propuestas, estas salían rodando pulidas y relucientes como monedas de plata. Desde luego resultaban más creíbles que la espesa relación de logros-en-diez-meses desgranada una y otra vez por Sánchez, y sobre todo que las ocurrentes ofertas de Casado y Rivera, capaces de combinar una reducción de la progresividad fiscal y por lo tanto de los ingresos, con planes Marshall para Africa, subida de las pensiones, ayudas a las madres y a sus hijos (y a los padres, sobre todo si son autónomos), reducción de las listas de espera sanitarias y otro mogollón de caras maravillas.

El mundo de Abascal

El colmo de ese trumpismo que lleva la campaña hacia un horizonte surreal e inquietante es, por supuesto, Abascal y su corte de los milagros. El jefe de Vox, feliz por no tener que participar en debates y haber logrado dar el esquinazo a los medios que no son muy, pero que muy de su cuerda, se soltó el pelo cuando advirtió a España entera que los otros cuatro candidatos no habían celebrado dos discusiones consecutivas «sino casi un consenso», socialdemócratas y progres todos ellos. «Son -dijo- la reunión de la traición, la decepción, el márketing y el odio: los cuatro jinetes del Apocalipsis nacional».

Semejante deriva alucinatoria tiene, sin embargo, un claro éxito de convocatoria en los mítines celebrados por la ultraderecha. Y ayer mismo Alejandro Hernández, su líder en Andalucía, ya advertía a las «derechitas cobardes» que, si no espabilan, no les dará otros 100 días al frente de la Junta. Con un par, oye.