La mujer va y me echa el bebé en los brazos. Y yo, que miro al niño y sólo acierto a decirle a la madre: ´Señora, ¿se lo beso o me lo quedo?´. Ja, ja, ja. Sí, eso le dije. Sucedió hace unos días, en Galicia. Es que eso de hacer campaña a base de besar a criaturas me parece tan extraño. Vamos, yo no le daría nunca mi niño a un candidato para que lo besuqueara.

Es como lo de los mercados. Muy pocas veces me verán haciendo campaña en un mercado. Sí, es verdad que soy tímido, y la timidez es una dificultad añadida para un político en una sociedad mediática en la que los titulares se los lleva el que dice la sandez más gorda y, en cambio, los mensajes más elaborados o matizados no encuentran fácil acomodo en los medios... Es toda una labor, ésta de superar la timidez, aunque ser tímido también tiene una utilidad: te ayuda a no despegarte de la realidad, a no endiosarte. En todo caso, ir a buscar el voto a los mercados me parece pura pose, e intento huir de eso.

He dicho que soy tímido, no que sea triste ni aburrido. Sí, claro que me gustan los chistes. No, no, yo no los cuento, no tengo gracia. Pero soy una persona alegre y bastante optimista. No estaría metido en esto si no fuera así, ¿no le parece? A mí, en realidad, me hubiera gustado más estar detrás, en segundo plano. Eso ligaría más con la actitud del científico, del médico: detrás del microscopio, detrás de la bata, detrás del fonendo. Pero me ha tocado estar delante y he tenido que superar, mejor dicho, tengo que superar día a día mi timidez, que quizá es mi principal barrera.

Médico, sin duda. Siempre, desde muy pequeñito, quise ser médico, como mi padre, que también se llamaba Gaspar. Nací en Logroño, pero me crié en Asturias, en Salinas, una villa residencial burguesa donde mi padre tenía la consulta. Allí veraneaba Arias Navarro Carlos, 1908-1989, político franquista, presidente del Gobierno de 1974 a 1976. En los últimos años de la dictadura, el régimen se sentía muy inseguro. Arias llegaba a Salinas con una escolta tan descomunal que cuando iba a la iglesia tenía que salir la mitad de la gente que había en el templo.

Fascinación a medianoche

Bueno, a lo que iba: yo era el segundo hijo y el primer varón de seis hermanos, y me encantaba abrir la puerta de la consulta cuando llegaban los pacientes. También me gustaba mucho acompañar a mi padre, primero en moto, luego ya en coche, a atender urgencias a domicilio. Me fascinaba cuando el aviso llegaba a medianoche y había que levantarse, agarrar el maletín y salir pitando: eran los únicos momentos en que oía a mi padre soltar algún taco.

No recuerdo un hecho concreto que despertase mi conciencia política. Supongo que influyeron muchos factores: el contacto con los hijos de los trabajadores que vivían en un sector de aquella villa burguesa y a los que yo me sentía muy cercano; la influencia de mi padre, un hombre conservador, pero moderado y opuesto al autoritarismo, la gazmoñería y la caspa del franquismo, que me mandó a la escuela pública para que no me convirtiera en un pijo; el influjo de algunos profesores comprometidos...

Mi primera movida fue en el instituto, una protesta contra el uniforme que nos obligaban a llevar: camisa blanca, pantalón gris, jersey azul y corbata sin lazo, de aquellas que se sujetaban al cuello con una cinta elástica. Luego, en la Facultad de Medicina me impliqué en el movimiento estudiantil, siempre en el entorno del PCE, aunque no ingresé en el partido hasta después del golpe frustrado del 23-F, en 1981.

Cuando acabé la carrera en Oviedo, hice un máster de Salud Pública en Cuba y, al regresar, anduve un tiempo pensando en irme a Nicaragua con los sandinistas. Pero acabé concluyendo que mi sitio estaba aquí.

La decisión más difícil de mi vida fue dejar la medicina por la política profesional. Tomé esa determinación muy joven, lo que implicaba cortar una carrera aún incipiente. Pero estaba convencido y di el salto. A fin de cuentas, hay un cordón umbilical entre medicina y política: la primera trata de curar a individuos enfermos; la segunda intenta sanar a la sociedad, corregir sus desequilibrios e injusticias.

Soy una persona bastante normal. Me gusta pasear por la calle y eso, en Madrid, a veces es desagradable porque la gente anda muy crispada. En ningún otro lugar de España sucede lo que en Madrid. Aquí te insultan por la calle. Mi hija, Gema, que tiene 11 años, hay días que no quiere salir conmigo por eso. ´No tengo ganas de broncas, papá´, me dice. Yo trato de calmarla: ´No te preocupes, hija. Si me dicen algo no responderé´.

Además, en mi barrio, Moncloa, la mayoría de la gente es muy conservadora. ¿Qué me dicen? Pues cosas como: ´¡Caradura! ¿Qué haces aquí?´. Normalmente no respondo, pero hay días que no me puedo contener y replico: ´Lo mismo que tú. Esta ciudad no es tuya´.

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