Hacía una mañana fresca y tranquila. Como de costumbre, salí a pasear por el parque para ir a comprar el periódico en el kiosco que está cerca de la fuente y que apenas ya nadie frecuenta, tan solo alguna que otra madre arrastrada por su hijo que reclama su dosis de cromos o chuches.

Fue mientras pasaba por la biblioteca cuando me fijé en un grupo de jóvenes atrapados en las pantallas de sus móviles. En ese momento me pregunté la importancia que se le da ahora a la vida dentro de esos aparatos, en comparación con la de fuera, la real. Aquella escena me recordó por un momento a la situación diaria en la que está mi nieta, Julia.

Hace un par de días vino a comer a casa y como siempre, nada más llegar, se sentó en el sofá con el móvil; de repente empezó a reírse y le pregunté que qué era lo que le hacía tanta gracia, a lo que ella me contestó que tan solo estaba viendo una foto; apenas intercambiamos más palabras.

Al sentarnos a la mesa ella seguía sin despegarse de la pantalla, algo que a mi mujer no le pareció bien y acabó quitándoselo. Daba la impresión de que sin él estaba perdida ya que ni siquiera sabía de qué hablar. Le pregunté sobre el móvil y sobre qué tenía de especial para ella, a lo que me respondió: «Pero abuelo, ¿no lo entiendes? Ahora todo el mundo tiene uno y es algo necesario para toda persona en su día a día. Sin él ¿cómo íbamos a poder quedar entre nosotros, y hablar con la gente que está lejos?».

Me pareció increíble aquello que dijo, pues hay otras formas de comunicarte y no es necesario permanecer únicamente pegado al móvil.

En mis tiempos había otras formas de comunicarse, ya sea en persona o mediante cartas, ahora en cambio parece que la única manera de hacerlo sea a través de él.

Decidí hacerle ver que el móvil como tal es un buen invento, pero lo verdaderamente importante es el uso que le des. No creo que haya conseguido gran cosa con aquella conversación, pero al menos le hice reflexionar, y espero que le haya servido de algo.