Un día de otoño, mientras las hojas de los árboles caían sobre el capó del Ford Fiesta de mi novio, contaba los minutos que quedaban para llegar al Gran Hotel, donde íbamos a celebrar nuestro primer aniversario.

Ese día hacía un año que nos conocimos, íbamos a pasar todo un fin de semana alejados de la monotonía de la ciudad, sin amigos, sin normas y sobre todo sin padres, los cuales nunca llegaron a aceptar mi relación con Alex, porque «Alex es muy mayor», porque «Alex dejó el instituto», porque «Alex es un irresponsable»… solo nosotros y nuestra habitación en el Gran Hotel.

Cuando llegamos, ya estaba anocheciendo. Al pedir las llaves de nuestra habitación, el recepcionista, un hombre canoso y de bien entrados los 60 años, nos dijo que nuestra habitación no estaba en muy buen estado, pero que era la única que le quedaba libre. No le dimos importancia puesto que lo único que queríamos era estar juntos.

Llegamos a la habitación, acompañados por el botones que cargaba con nuestras maletas. El botones, sin pronunciar palabra, dejó las maletas en una esquina y se fue. Alex y yo nos miramos y reímos.

Nos fuimos a dormir temprano. A mitad de noche, la ventana se cerró dando un fuerte golpe, retumbó por todas las paredes de la habitación. Tan fuerte fue el golpe que los cristales se hicieron añicos y se esparcieron por todo el suelo.

Alex y yo dimos un brinco y salimos de la cama para limpiar el estropicio. Alex se clavó uno de los cristales en el pie y empezó a sangrar. Se fue al baño a limpiarse dejando un reguero de sangre sobre la alfombra que estaba a los pies de la cama.

Retiré la alfombra para bajarla a recepción, para que la lavasen. Cuando salí de la habitación un silencio sepulcral me pilló por sorpresa. El recepcionista había dicho que el hotel estaba completo, pero no se oía ni un alma.

Al volver a la habitación, encontré a Alex paralizado, contemplando el suelo de la habitación.

Me acerqué lentamente, hasta llegar a su lado, y entonces me di cuenta que bajo la mirada de Alex y bajo mis pies se encontraba una trampilla de grandes dimensiones. Con una gran delicadeza, decidimos abrirla. Asomamos la cabeza para ver lo que se encontraba dentro, para nuestra sorpresa unas escaleras que con ganas de aventura nos apresuramos a bajar.

Armados con las linternas de nuestros móviles, enseguida llegamos al final de la escalera que conducía a un oscuro laberinto de pasillos. De pronto la trampilla se cerró dejando al descubierto un grabado sobre la madera: «Lo que se cierra jamás se abrirá». Y así fue, incapaces de abrir la trampilla de nuevo emprendimos el camino para buscar otra salida.

Dejando atrás la escalera, decidimos atravesar el laberinto hacia el norte, así llegamos a una especie de recibidor con una puerta, en la que otro grabado nos dejó igual de estupefactos que el anterior: «Debes jugar si quieres salir, sigue las puertas si quieres venir». Tras ella, nos encontramos una sala con varias puertas y un grabado en el suelo: «Elige una de estas puertas y resuelve el acertijo que hay en su interior». Elegimos la número 3, dentro había de una pizarra con un acertijo. Este decía: «Si quieres avanzar deberás con cuidado caminar, pisa la baldosa equivocada y gritarás ¡nada!». Las pistas eran muy escasas y no sabíamos por dónde empezar.

A nuestros pies un camino de baldosas blancas y otro de baldosas azules.

Escogimos el camino de baldosas blancas, pero Alex no podía caminar bien. Su pie aún sangraba por los cristales de la ventana y se precipitó sobre una de las baldosas azules. De pronto empezó a caer agua del techo y por momentos la habitación se inundaba más y más. Levanté a Alex del suelo y corriendo con él a cuestas, llegamos a la siguiente puerta.

Al otro lado, un nuevo mensaje: «Adivina la clave que tú ya sabes, de lo contrario tu castigo será grave». Al frente una pared con tres espacios, a nuestra derecha una serie de números que parecían encajar en la pared.

Alex y yo nos miramos y lo supimos enseguida, el número de nuestra habitación tenía tres dígitos. Rápidamente cogimos los paneles que correspondían al número de nuestra habitación, la 190. A nuestra izquierda un chasquido nos informó de que la siguiente puerta estaba bloqueada.

En la siguiente habitación había un panel con palabras sueltas que parecían formar una frase. También había un reloj con una cuenta atrás de cinco minutos y una inscripción que decía: «Si no te quieres quemar, las palabras debes ordenar».

En cuanto terminé de recitar la inscripción, la cuenta atrás comenzó.

Los segundos corrían. A falta de un minuto, Alex consiguió montar la frase: Hay fin del juego, caísteis en la trampa, no vais a morir.

Pero nada pasó. Entonces me di cuenta de que esa frase no tenía sentido. Quedaban 30 segundos y me dispuse a poner la frase bien: No hay fin del juego, caísteis en la trampa, vais a morir. Alex y yo nos miramos, teníamos miedo.

De pronto, apareció el recepcionista, que nos miró con una sonrisa espeluznante.

Alex y yo echamos a correr por la puerta por la que había entrado el recepcionista.

Muertos de miedo alcanzamos el coche mientras nos perseguía.

Por suerte Alex llevaba las llaves del coche en el mismo llavero que las de la habitación del hotel, y así conseguimos escapar.

Nunca más volvimos a saber del hotel, aunque tampoco lo intentamos.