Al principio todo era distinto, no había golpes, ni gritos. Todo eran caricias, besos y respeto. Mi infierno empezó cuando le dije lo que yo quería y no lo que él quería que hiciese. Mi situación se parecía a una escalera. Cada escalón eran los días en los que los golpes aumentaban de intensidad. Los primeros días eran insultos, después las humillaciones, los gritos. Seguidamente fueron empujones, desprecios y empujones. Después de cada decepción, él me traía una flor, acompañada de un “lo siento”, “voy a cambiar, no me dejes”. Solo lo hacía para tenerme para él, exclusivamente para él, ya que estar con otra persona me daba miedo. Si me hacía sentirme mal por llevar los labios pintados no quiero ni imaginarme lo que me pasaría si hablase con otro chico.

El escalón subió y se quedó en una estancia horrorosa. Yo quería besos pero me daba puñetazos, yo quería abrazos y él me agarraba del cuello, yo le quería a él y él quería a otras. Yo quería amor y él quería llantos.

Todo fue aumentando hasta que mis ojos se llenaron de sangre. Ya no podía ver, ya no sentía los golpes que me daban. Solo escuchaba llantos de arrepentimientos. Yo ya no iba a ser más su juguete.