Luz.

Quiero recordar que fue ayer cuando pude observar en aquel cielo azul oscuro una mota brillante; no se movía, pero sí parpadeaba.

-Una estrella, pensé. Y razón no me faltaba; sin embargo, era algo extraño, pues aquella estrella de reluciente esplendor se dirigía hacia mí como un alma en júbilo.

Trotaba entre ya las bajas nubes color rosadas que decoraban el cielo de otoño a punto de anochecer por completo. Y sin cesar su trote, acabó frente a mí, justo delante de mi ventana.

No tenía ojos y tampoco ninguna extremidad, pero yo sí sentía una fuerza que me obligaba a ir con ella.

No me quejé, aunque era demasiado potente.

Cuando quise darme cuenta de ello, estaba sentada en la repisa de la ventana, intentando alcanzarla con la mano. Pero no se dejaba tocar.

-Déjame alcanzarte, le dije.

Y temerosa, se acercó con cautela a mi persona. Tanto fue el destello que causó su roce con mi mano, que por poco me quedé ciega. Pero no me importó porque, al fin, la había tocado.

Había tocado una estrella, y no una cualquiera de ellas, sino una estrella fugaz.

Y como suele pasar con las estrellas fugaces, desapareció.

Así que así fue, ella desapareció, y yo con ella.